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“La valla de Marruecos y Melilla es un cementerio”

Juan de Dios Kamaha emigró desde Camerún a España. De todos los kilómetros recorridos hubo uno que le llevo tres años: el que separa el Monte Gurugú, en Marruecos, de Melilla

Juan de Dios Kamaha, emigrante camerunés, en Pamplona, donde reside actualmente.Fátima Rosell
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El mayor obstáculo con el que se ha encontrado en su vida Juan de Dios Kamaha (Camerún, 30 años) concentra una longitud de 12 kilómetros, una zanja de dos metros de profundidad y cuatro de ancho, una alambrada de siete metros de altura, una sirga tridimensional y una tercera valla de seis metros. Además, focos cegadores, concertinas, alarmas, helicópteros de vigilancia y un sinfín de policía. “La valla de Marruecos y Melilla es un cementerio”, sentencia.

Un cementerio que conoce demasiado bien. Durante tres años, el monte Gurugú, en Marruecos, fue su casa. O una especie de domicilio que compartía con las miles de personas que esperan su oportunidad para saltar y hacer realidad el sueño de asomarse al primer mundo. Él fue una vez uno de ellos. Lleva ya tres años en Pamplona y se compadece de los que todavía siguen esperando. Sabe que, además del coste económico que supone llegar a Marruecos, también se paga un alto precio psicológico: “En el Gurugú hay mucho odio a Europa. Hay que ser muy fuerte para no acabar odiando. Al final tenemos Europa las 24 horas del día en la cabeza y en las conversaciones entre nosotros. Europa no es inteligente haciendo esto”.

Juan de Dios se sabe privilegiado: sus casi dos metros de altura y su constitución atlética son una ventaja considerable para cualquier desafío físico. Pero es consciente de lo mucho que influye la suerte en esto. Uno de sus mejores amigos en el Gurugú era futbolista, muy deportista, pero no tuvo fortuna. Y continua sin tenerla. Acumula ocho años esperando y ya no solamente odia, también está desesperado. “Antes él jugaba al fútbol y nunca en su vida había probado el tabaco. Ahora está metido en el hachís y el alcohol y se ha vuelto loco por la espera. Ya no le puedo recuperar”, se lamenta el camerunés mientras juega con un sobrecillo de azúcar en sus agrietadas manos. Piensa también en su hermano, de 17 años, que decidió seguir sus pasos e intentar dar el salto a Europa a través de Marruecos, un ejemplo del que reconoce no sentirse orgulloso: “Mi hermano ve en la tele cómo se vive en Europa y quiere venir ya. Solo lleva dos meses y está llorando todos los días. Le mando dinero para que pueda comprarse comida y no tenga que buscar en la basura como hice yo. Le estoy pidiendo que vuelva a casa y que estudie, pero no me quiere entender. ¿Cómo va a querer volver si está al lado? Él ve la puerta a Europa a menos de un kilómetro de distancia, debajo del monte. Lo que no entiende es que igual hacer ese kilometro le lleva diez años de su vida y un dolor muy grande”.

Juan de Dios se fue de Camerún en 2011, a los 24 años. Quería venir a la Unión para conseguir dinero y que su madre dejase de trabajar. Ella falleció el año pasado, con 46 años. “Murió de cansancio, dice con un nudo en la garganta. Todos los días se levantaba a las cinco de la mañana para ir a trabajar y no volvía hasta las siete de la tarde. Ya en casa, tenía que atender a sus cinco hijos. Todos los días de la semana así. Por eso me fui de Camerún: quería que pudiera descansar”.

Le estoy pidiendo a mi hermano que vuelva a casa y que estudie, pero ¿cómo va a querer volver si Europa está al lado?

Por ella emprendió un viaje de cuatro meses hasta llegar a Marruecos en el que invirtió todos sus ahorros: 1.400 euros. La mayoría, contratando servicios de las mafias. Por el camino, se cruzó con muchas personas con las que compartía un mismo objetivo, pero que, por falta de dinero o resistencia, no pudieron continuar. Quizá el viaje que más le marcó fue aquel en el que se disponía a cruzar el desierto de Malí con una mafia que operaba en la zona. Antes de subir al camión en el que irían, conoció a un chico de 17 años que también iba a realizar el viaje. Su madre le pidió a Juan de Dios que se hiciera cargo de él y, llorando, le bendijo.

Por eso, cuando una mañana los conductores del camión se levantaron y no avisaron a nadie de que se iban, Juan de Dios no pudo soportar ver que su protegido no alcanzaba el camión y que los conductores no se detenían: “Los conductores decidían dónde dormíamos y, cuando se levantaban, no avisaban a nadie. Había que correr detrás del vehículo. Yo vi que mi amigo no llegaba y que ellos no paraban. En ese viaje llevaba un cuchillo, así que se lo puse al conductor en el cuello para que parase, mientras el copiloto me apuntaba con una metralleta a la cabeza y me gritaba que le soltara. Le hice daño, le hundí un poco el cuchillo, pero al final pararon y mi amigo se pudo subir. Yo estaba cagado. Durante el resto del viaje pensé que nos iban a matar a todos. Las demás personas del camión me decían que tendría que haber dejado a mi amigo ahí, que estaba loco, porque por mi culpa nos podían matar. Pero a mí me daba igual. ¿Qué hago yo con mi vida si le dejo morir en el desierto? Su madre me pidió que le cuidase y yo no le iba a abandonar”. Hace un esfuerzo por contenerse, pero se le humedecen los ojos al recordarlo. Se disculpa como creyendo que está fuera de lugar. Respira y se lamenta: al final el chico no pudo continuar. Era demasiado duro para él y decidió volverse a casa.

Una vez en Marruecos, estando solo, tuvo que hacer del Gurugú su casa. Durante los tres años que vivió allí, lo normal, confiesa, era que no se ducharan en meses y se las tuvieran que ingeniar para encontrar algo de comida entre la basura. Cada día, a las cuatro de la mañana, se levantaban para esconderse de las patrullas marroquís que subían al monte. Ahora se confiesa incapaz de dormir más de cinco horas seguidas. Trabajó de siblaib: voluntarios de cada comunidad que se dedican a pasar las noches buscando los puntos débiles de la valla. A cambio, la comunidad de la que forman parte les guarda la comida durante el trabajo y les evita tener que buscarla en la basura.

Juan de Dios asegura que cuando él se dedicaba a trabajar de siblaib, unas 500 personas cruzaron la valla gracias a su ayuda

Juan de Dios asegura que cuando él se dedicaba a trabajar de siblaib, unas 500 personas cruzaron la valla gracias a su ayuda: “Salíamos todas las noches a vigilar la valla en grupos de tres. Había veces que no volvías a ver a un grupo y sabías que los habían matado. Mirábamos dónde estaba la policía marroquí y la Guardia Civil. La gente se piensa que vamos ahí como tontos. Pero no. Si no lo hacemos bien, aquí no entra nadie. Nos lleva un mes preparar un salto y en cada uno mueren 15 personas por lo menos. Por lo menos”, enfatiza.

Juan de Dios intentó saltar la valla en varias ocasiones. No tuvo éxito. Se rompió la pierna una vez y, en otra, una caída desde la valla a siete metros por un golpe de un policía marroquí le costó tres semanas en coma: “Me derribaron con una porra cuando ya estaba arriba. Lo último que recuerdo es a los perros de la policía lamiéndome la sangre de la cabeza, y que me metieron en una ambulancia”.

En cuanto se recuperó, volvió. Siguió trabajando como siblaib hasta que una patrulla marroquí le capturó. Le metieron en un todoterreno y se lo llevaron a una sala donde le amenazaron para que trabajase de chivato: “Me dijeron que me podían matar allí mismo y que no pasaría nada. Yo sabía que decían la verdad. Me pusieron un Nokia encima de la mesa y me dijeron que ahora trabajaba para ellos. Les tenía que decir cuándo íbamos a saltar, por dónde y cuántos seríamos. Me dijeron que iba a estar así seis meses y que luego podría entrar a España con un permiso de un año, y que también mandarían 50 euros semanales a mi familia. Estaba asustado y les dije que sí. Cuando volví al monte le conté llorando al jefe de mi comunidad lo que había ocurrido. No quería ser un chivato. He visto lo que les hacen a los chivatos: les matan. Yo no soy así”.

Tras hablar con su jefe, se marchó a Argelia dos meses. Tenía que esperar a que la situación se calmase. Tiró el móvil que le habían dado y consiguió uno nuevo. Fue en vano. La policía marroquí volvió a encontrar su número y amenazarle: “Dijeron que sabían lo que hacía y que, si me volvía a pasar algo, esta vez no habría ambulancia”.

Al cabo de dos meses volvió a Marruecos. Un 28 de febrero de 2014, por fin, logró saltar la valla y entrar en Melilla, junto con dos centenares de personas. Las primeras sensaciones al otro lado de la valla no se le olvidan: “De repente notas que todo ha cambiado. La luz y el aire te parecen distintos. Sabes que es un momento muy importante de tu vida y que empieza algo nuevo”.

Me derribaron con una porra cuando ya estaba arriba de la valla. Lo último que recuerdo es a los perros de la policía lamiéndome la sangre de la cabeza

De Melilla le trasladaron a Córdoba, donde estuvo tres meses, pero sentía que estaba perdiendo el tiempo. Pidió dinero a un amigo y se marchó rumbo a París, donde vivía una de sus hermanas mayores, la única que tuvo el privilegio de contar con dinero familiar para entrar legalmente en Europa. Después de pasar unas semanas con ella y su marido, comprendió que quería empezar una nueva vida: la suya. Amigos suyos de París le recomendaron que bajara a Burdeos porque era temporada de vendimia. Y lo hizo.

Juan de Dios se plantó en Burdeos sin conocer a nadie. Una vez más, estaba solo. Su buena planta física le valió el trabajo en busca del cuál había viajado. Y esta vez la suerte le sonrió. Tras unos días en la vendimia conoció a Nacho, un chico del barrio de Zizur, en Pamplona, del que el resto de compañeros se burlaban por no saber casi ni chapurrear francés. Juan de Dios se hizo su amigo, lo que también le valió alguna crítica. Al enterarse de su historia, Nacho le ofreció pasar unos días con su familia en Zizur

Desde hace tres años Juan de Dios reside en Pamplona. A las puertas que le abrió Nacho le siguieron muchas más. Y con ellas la calidez. Se siente integrado gracias, sobre todo, a un cura del municipio de Barañain al que considera su segundo padre: “Me ha enseñado que las personas podemos hacer mucho bien. Quitando a mi madre, nunca nadie había hecho tanto por mí como él”. Afirma alegre que, finalmente, ha encontrado tranquilidad y que se siente vivo: “Mi historia no la cambio por nada. Ahora siento que vivo porque lloro, porque estoy contento. Hubo momentos en los que no pasaba eso. Pero miro dónde estaba ayer y dónde estoy ahora y me siento feliz. Ahora siento que vivo”.

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