De frente

Los miembros de un partido tienen que limar aristas día tras día para seguir encajando y, al mismo tiempo, conectar con una mayoría de la población

El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, asiste a una sesión en la sala Roosevelt de la Casa Blanca en Washington DC RON SACHS / EFE

Un partido es un instrumento más delicado de lo que parece. Solemos verlos como maquinarias sólidas y coherentes, con un objetivo claro (ganar elecciones) y una composición homogénea. Quizás por eso nos llaman la atención sus luchas internas, que tanto abundan últimamente. ¿Por qué se pelean, si quieren lo mismo? Pero es que en realidad no es así.

Los partidos se basan en uniones de voluntades individuales, dispuestas a renunciar a ciertas aspiraciones a cambio de definir un mínimo común denominador. Sus miembros tienen que limar aristas día tras día para seguir encajando y, al mismo ti...

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Un partido es un instrumento más delicado de lo que parece. Solemos verlos como maquinarias sólidas y coherentes, con un objetivo claro (ganar elecciones) y una composición homogénea. Quizás por eso nos llaman la atención sus luchas internas, que tanto abundan últimamente. ¿Por qué se pelean, si quieren lo mismo? Pero es que en realidad no es así.

Los partidos se basan en uniones de voluntades individuales, dispuestas a renunciar a ciertas aspiraciones a cambio de definir un mínimo común denominador. Sus miembros tienen que limar aristas día tras día para seguir encajando y, al mismo tiempo, conectar con una mayoría de la población. Es un trabajo delicado, y en teoría inevitable. Pero parece que 2017 nos trae una aproximación algo distinta a este problema.

Pablo Iglesias ha decidido que la parte más flexible de Podemos es, si no prescindible, al menos inconveniente. Al otro lado del Atlántico, Trump va camino de terminar su primer mes enfrentado al establishment de Washington, obviando que su base de apoyo es una combinación de sentimiento antiélite y del convencionalismo conservador que forma parte del corazón de la capital. Igualmente, Iglesias asume que no hay nada que ganar ni en la socialdemocracia, ni en las instituciones. Ambos, y otros en más lugares, evalúan que vale la pena sacrificar no solo moderación puertas afuera, sino también la delicada coalición interna, porque el futuro está en los márgenes.

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De momento, la atracción partidista mantiene los votos atados. Pero a largo plazo el éxito de una propuesta política no se mide en sufragios, sino en cambios. Ir de frente es muy efectivo para reforzar la cohesión del núcleo y definir al enemigo, pero guarda un cierto punto peligroso, casi de arrogancia ideológica. La búsqueda de consensos no solo sirve para ganar adeptos más centrados, también es un mecanismo de reclutamiento de élites más pragmáticas, e incluso de insiders descontentos, que iluminen los caminos posibles. Sin ellos, cualquier intento revolucionario corre un severo riesgo de convertirse en poco más que un ejercicio obsesivo de caza de herejes. @jorgegalindo

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