Editorial

Derrota de May

El Gobierno conductor del ‘Brexit’, sometido a la soberanía del Parlamento

La primera ministra británica, Theresa May.Kirsty Wigglesworth (AP)

El Tribunal Supremo británico acaba de propinar a la primera ministra Theresa May la más severa derrota jurídico-política desde que esta abrazó en junio la causa del Brexit. Causa que hace una semana empeoró propugnando la versión más extremista de la salida de su país de la Unión Europea: su autoexclusión, hasta del mercado interior continental.

La sentencia apunta donde más le duele al Gobierno conservador: a sus credenciales democráticas. May reivindicó el Brexit como manera de recuperar la soberanía y así controlar la inmigración. Encajó el resultado del referéndum...

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El Tribunal Supremo británico acaba de propinar a la primera ministra Theresa May la más severa derrota jurídico-política desde que esta abrazó en junio la causa del Brexit. Causa que hace una semana empeoró propugnando la versión más extremista de la salida de su país de la Unión Europea: su autoexclusión, hasta del mercado interior continental.

La sentencia apunta donde más le duele al Gobierno conservador: a sus credenciales democráticas. May reivindicó el Brexit como manera de recuperar la soberanía y así controlar la inmigración. Encajó el resultado del referéndum como un mandato democrático absoluto e imposible de modular en interés de Reino Unido. Hizo campaña por la salida de la UE arremetiendo contra el presunto autoritarismo burocrático de Bruselas, el supuesto déficit democrático de los europeos continentales y la supremacía del parlamentarismo británico.

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Pero, y eso es lo más notable, tanta fachada ocultaba un truco autoritario: el Ejecutivo se reservaba para sí la competencia de decidir sobre la salida, desafiando la primacía del legislativo. Así, en nombre del soberanismo parlamentario, usurpaba las competencias de comunes y lores. Esta pretensión tropezó con Gina Miller, una ciudadana que recurrió al Supremo y logró en primera instancia torpedear el intento del Gobierno.

Solo así May empezó a doblegarse —aunque sin denunciar la campaña de descrédito contra Miller y los jueces “enemigos del pueblo” desatada por los brexiteros más fanáticos—. Y anunció la semana pasada que sometería la activación del artículo 50 —desencadenante del Brexit— a la votación “final” de los parlamentarios.

Esa promesa contenía un nuevo escamoteo contra la soberanía nacional: no especificaba el grado de control del voto parlamentario “final”. Ahora lo hace el Supremo, indicando que el escrutinio de diputados y lores debe ejercerse no solo al final, sino también a lo largo de todo el proceso, posibilitando enmiendas y correciones al rumbo del Ejecutivo.

Enmiendas que incluyen, en el límite, la —por lo demás, improbable— devolución del proyecto de ley al gabinete. Porque de eso trata la sentencia: de obligar a la elaboración de una ley, con todos sus requisitos y garantías, y no una mera decisión por la vía rápida. Y es que, como ha resumido la promotora del proceso judicial —una ejecutiva empresarial—, solo el Parlamento puede detraer a los ciudadanos los derechos que el mismo Parlamento garantizó.

Así que este episodio contribuye a evitar la degradación de la democracia británica. Pero eso no equivale automáticamente a que el formato del Brexit y su negociación acaben siendo mucho más sensatos. Solo lo posibilita.

Para lograrlo, hace falta un mayor compromiso de los conservadores cosmopolitas en defensa de sus ideas; un mayor arrojo de los liberales, y un vuelco en la estrategia del laborista Jeremy Corbyn, que bajo una máscara izquierdista está haciendo el juego a una estrategia de salida de la Unión Europa muy perjudicial para los votantes laboristas.

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