Columna

Crueldad

El Yak-42 es una escalofriante secuencia de errores, trampas, estafas y mentiras que tejen el escándalo más siniestro de la historia reciente

Federico Trillo.Isabel Infantes (EMPICS Entertainment / Cordon Press)

El 26 de mayo de 2003, el vuelo 4320 de UM Airlines se estrelló cerca de Trebisonda, en Turquía, provocando la muerte de 62 militares españoles, 12 tripulantes ucranianos y uno bielorruso. Ahí termina la tragedia y comienza la vergüenza del Yak-42, una escalofriante secuencia de errores, trampas, estafas y mentiras que tejen el escándalo más siniestro de la historia reciente. De todo lo que ha pasado después, lo de menos, con ser gravísimas, son las responsabilidades políticas que no sólo nadie asumió, sino que provocaron el ascenso de los culpables. Ni la inconcebible arrogancia del exministr...

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El 26 de mayo de 2003, el vuelo 4320 de UM Airlines se estrelló cerca de Trebisonda, en Turquía, provocando la muerte de 62 militares españoles, 12 tripulantes ucranianos y uno bielorruso. Ahí termina la tragedia y comienza la vergüenza del Yak-42, una escalofriante secuencia de errores, trampas, estafas y mentiras que tejen el escándalo más siniestro de la historia reciente. De todo lo que ha pasado después, lo de menos, con ser gravísimas, son las responsabilidades políticas que no sólo nadie asumió, sino que provocaron el ascenso de los culpables. Ni la inconcebible arrogancia del exministro y todavía embajador Trillo, ni el descaro con el que Rajoy le amparó, calificando como “eso” la muerte gratuita de tantos militares españoles, ni siquiera la hipótesis de que el Consejo de Estado haya publicado su informe, con 14 años de retraso, sólo para evitar que el responsable último de aquel accidente recupere su plaza en dicho organismo, nada me parece tan grave, tan imperdonable, como el contenido de las cartas que el Ministerio de Defensa envió a los familiares de las víctimas y que éstos han hecho público en las últimas semanas. Que un representante del Estado español se atreviera a escribir a unos padres destrozados que si su hijo viviera se avergonzaría de ellos por no aceptar la versión oficial del accidente, o que les recomendara que fueran a un psicólogo porque no estaban enfocando bien el duelo, me parece un ejercicio consciente de sadismo, un gesto de crueldad que debería inhabilitar a cualquier persona para ejercer un cargo público. Esa es la responsabilidad suprema que deberíamos exigir a los culpables. Porque nada es más peligroso que el poder en manos de una persona sin corazón.

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