Editorial

El deber de Rajoy

Tras cinco años de parálisis, tiene que tomar la iniciativa en Cataluña

El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, en una acto oficial reciente. Quique García

Por enésima vez, el Gobierno ha sido incapaz de dar una respuesta a Cataluña, ofrecer un diálogo estructurado sobre su encaje y negociar una salida apta para todos a los desafíos que el secesionismo plantea ¡desde hace un lustro! La negativa es más grave pues constituye la respuesta —mejor, la no respuesta— a la propuesta del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, de negociar los términos y formato de un referéndum de independencia, aunque no el hecho mismo de su celebración.

El más satisfecho por esta reiterada cerrazón es el independentismo, que observa cómo el Gobierno, con...

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Por enésima vez, el Gobierno ha sido incapaz de dar una respuesta a Cataluña, ofrecer un diálogo estructurado sobre su encaje y negociar una salida apta para todos a los desafíos que el secesionismo plantea ¡desde hace un lustro! La negativa es más grave pues constituye la respuesta —mejor, la no respuesta— a la propuesta del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, de negociar los términos y formato de un referéndum de independencia, aunque no el hecho mismo de su celebración.

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El más satisfecho por esta reiterada cerrazón es el independentismo, que observa cómo el Gobierno, con su torpeza y déficit de iniciativas, le simplifica la tarea de ruptura del Estado, sobre todo cuando, como ahora, atraviesa una fase de baja forma. De esta sazón, el Gobierno se ha convertido en su mejor muñidor y en cómplice, por inacción, de las estrategias de los separatistas.

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Asiste al Gobierno la razón jurídica cuando sostiene que la resolución parlamentaria del 6 de octubre patrocinando un referéndum de independencia, binario y vinculante, para septiembre de 2017, incluso “en ausencia de acuerdo” con el Gobierno, atenta contra la legalidad: los referendos previstos en la Constitución (art. 92) no son vinculantes sino consultivos, y solo puede convocarlos el Ejecutivo central.

El Gobierno no es un despacho de abogados del Estado en excedencia que deba limitarse a tramitar recursos, denuncias y querellas. Si no hace política, si no busca soluciones políticas a los problemas políticos enquistados, ¿para qué sirve?

La judicialización de la política consiste en tratar de que el Poder Judicial sustituya al Poder Ejecutivo a la hora de resolver problemas políticos. Por supuesto que en un Estado de derecho toda actuación debe estar sometida al principio de legalidad y al control judicial. Pero ese control de legalidad no puede justificar el inmovilismo político.

Claro está que el secesionismo incurre en ese mal uso, en esa judicialización. Recurre al Tribunal Constitucional cuando le conviene (constitución de grupos parlamentarios) y lo denigra si dictamina en su contra. Y sobre todo, organiza continuos desacatos a la ley (planteando absurdas dicotomías entre legitimidad y legalidad o asimilando la legalidad democrática a la franquista) y a las instituciones para lograr que el Gobierno central actúe judicialmente contra él, y aparentar así una persecución en la que se presenta como víctima.

Pero la apelación del Gobierno a los tribunales, en ausencia de cualquier medida política, es también una judicialización disparatada, que además abona la estrategia tensionadora de los más extremistas.

A un problema de encaje político no se le responde con una mera discusión de alguna competencia, o evocando los 50.000 millones que Cataluña ha recibido del Fondo de Liquidez Autonómica (FLA): este financia a muchas otras autonomías; se creó como sucedáneo de la revisión del sistema de financiación incumplida por el Gobierno; y sirve para evitar turbulencias internacionales que perjudicarían a toda España.

El Gobierno debe entender que la contestación meramente burocrática y judicial al contencioso catalán no contribuye a su resolución sino que lo ahonda aún más. Es hora por tanto de que tome la iniciativa.

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