Editorial

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La actitud a la defensiva de Rajoy casa mal con un país que necesita cambios

Mariano RajoySERGIO PEREZ (REUTERS)

Las necesidades políticas del presidente del PP y jefe del Gobierno en funciones explican, en buena parte, el fiasco de los cuatro meses dedicados a la búsqueda de una solución de gobierno y la obligada vuelta a las urnas como salida a este fracaso colectivo. Sabedor del rechazo que suscita en el PSOE y en Ciudadanos, Mariano Rajoy no ha intentado negociar en serio para alcanzar pactos y se ha limitado a jugar la carta del fracaso de las soluciones intentadas en busca de otra oportunidad electoral.

Fue el partido más votado, pero también es cierto que hubo muchos votos en contra del PP ...

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Las necesidades políticas del presidente del PP y jefe del Gobierno en funciones explican, en buena parte, el fiasco de los cuatro meses dedicados a la búsqueda de una solución de gobierno y la obligada vuelta a las urnas como salida a este fracaso colectivo. Sabedor del rechazo que suscita en el PSOE y en Ciudadanos, Mariano Rajoy no ha intentado negociar en serio para alcanzar pactos y se ha limitado a jugar la carta del fracaso de las soluciones intentadas en busca de otra oportunidad electoral.

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Fue el partido más votado, pero también es cierto que hubo muchos votos en contra del PP en las urnas del 20 de diciembre. Ahora, en el arranque de la precampaña, Rajoy no ha esperado ni a la convocatoria electoral para atacar a Ciudadanos —el espejo de la renovación liberal y de centroderecha bloqueada en el PP— y explica su opción por las elecciones como antídoto contra frentes de izquierda, diseñando así las líneas generales de lo que va a ser su campaña. Esta actitud, tan a la defensiva, casa mal con las necesidades de un país a la espera de fuertes reformas.

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Rajoy debería haber facilitado una clara renovación de su partido, pensando en el futuro. Sin embargo, mantiene congelada la vida interna del PP (los congresos están aplazados sine die) y ni se cuestiona encabezar de nuevo las listas electorales. Pretende reivindicarse personalmente en busca de un resultado mejor que el del 20 de diciembre (28,7% de los votos, 123 diputados). Pero, políticamente, no le basta con arañar algunos sufragios y escaños suplementarios. Tendría que ganar claramente para hurtarse a la repetición de las dificultades poselectorales del 20-D, que le impidieron formar un Gobierno monocolor y le forzaron a cosechar negativas a su propuesta de gran coalición con el PSOE y Ciudadanos.

También estos partidos y sus líderes han jugado a sus propios intereses y han cometido errores. Pero está claro que Rajoy no ha facilitado en nada la búsqueda de pactos, llevado por su concepción del sentido común, tantas veces evocado por Rajoy en sus intervenciones. Ese discurso político, tan simplista, en realidad supone imponer a los demás las opiniones propias y acusar a los que no coinciden con ellas. A la vez explica que el presidente en funciones nunca haya ido más allá de pedir adhesiones a sus proyectos y que se haya negado a entrar en la competición del mercado de las ideas o de los proyectos de los demás.

Obviamente, es legítimo que Rajoy y su partido traten de vencer con mayor claridad en las elecciones del 26 de junio. El problema es que ese objetivo encierra el peligro de un planteamiento político por parte del PP más duro que el que hemos conocido, y el riesgo de contribuir a la polarización de la sociedad como instrumento para mover los votos que le faltaron el 20-D.

Al tiempo es un pretexto para aplazar ad calendas graecas la regeneración y la modernización que necesita un partido asaeteado por casos de corrupción y uncido a un funcionamiento extremadamente presidencialista. El PP necesita reinventarse, pero los movimientos de su líder tienden a impedirlo.

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