Columna

Turistas del criminal

Mientras se debate si Kate del Castillo ha cruzado la raya que separa a la actriz de su personaje, hay que admirar el salto que Sean Penn ha hecho

En Turistas del ideal, una novela para la que no necesitó imaginación, Ignacio Vidal-Folch retrata a un grupo de intelectuales con sensor para detectar causas mundiales a las que prestar su imagen, y que las causas se las presten a ellos. Para ello tenían algún obstáculo: por ejemplo, descender desde las cumbres heladas del consumismo que les había hecho ricos para volver después, ya en España, a refugiarse en su sensibilidad política con mando a distancia. Vidal-Folch lo ejemplificaba en un escenario de ficción, trasunto de Lacandona, y con personajes a los que era difícil disociar d...

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En Turistas del ideal, una novela para la que no necesitó imaginación, Ignacio Vidal-Folch retrata a un grupo de intelectuales con sensor para detectar causas mundiales a las que prestar su imagen, y que las causas se las presten a ellos. Para ello tenían algún obstáculo: por ejemplo, descender desde las cumbres heladas del consumismo que les había hecho ricos para volver después, ya en España, a refugiarse en su sensibilidad política con mando a distancia. Vidal-Folch lo ejemplificaba en un escenario de ficción, trasunto de Lacandona, y con personajes a los que era difícil disociar de sus correspondencias reales.

Creo recordar que nadie estaba inspirado en uno de los turistas del ideal más comprometidos con la caridad ideológica: Ignacio Ramonet. En 2005, por las mismas fechas que la publicación de la sátira de Vidal-Folch, Ramonet escribió una biografía de Fidel Castro tras 100 horas de conversación con él, todas sin grabadora, todas reconstruidas por el recuerdo. Horas de las que después se supo que Castro, ante determinado asunto, zanjaba mandando al autor a sus discursos, de ahí que en muchas páginas la memoria de Ramonet pareciese sobrenatural: no era la nemotecnia, era el cortapega. En aquella performance se reunían la fascinación y el periodismo, algo que no estaría mal del todo si el lector pudiese diferenciarlos. Para refrescar aquello, Sean Penn se ha ofrecido una década después a encontrarse con el mayor narco del planeta, un hombre que gana desde su presentación: señor de la droga, no de los asesinados. Pero también a Penn le han mandado, como es norma en el turismo, derecho a los monumentos con la cámara colgando.

Mientras se debate si Kate del Castillo ha cruzado la raya que separa a la actriz de su personaje, la Reina del Sur, hay que admirar el salto que Penn (un turista del ideal, más de gobierno que de selva zapatista) ha hecho al turismo del criminal. No es sólo ya la concesión al Chapo, que pretende autoentrevistarse en Rolling Stone, autorrodarse en Hollywood y quién sabe si autointerpretarse, sino la coherencia de sus apariciones, siempre entre millonarios, siempre bajo una sensación incómoda de frivolidad, siempre bajo una causa difusa que incluye abrazos y afectos que en el caso del asesino Guzmán, con esa manita estrechada y el gesto sombrío, es puramente obsceno.

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