Columna

El conductor

Y sin embargo, ¿de qué estoy hecho? ¿Qué clase de hombres hacen un mundo en el que es posible alguien como yo?

Soy periodista. Vivo de entender. A veces, como ahora, no me sale. Me digo que me llamo Razan, o Velkan, o Juan de los Palotes, y que mi oficio consiste en conducir. No en arriarlos al camión y embutirlos en el acoplado sino, simplemente, en conducir. Yo soy el que transporta, una figura de bajo voltaje en una cadena de chirriante alta tensión. No los contacto, no les cobro, ni siquiera sé quiénes son: simplemente, los llevo. Como quien lleva pollos o residuos sépticos. Sólo que con un poco más de adrenalina. Me digo que soy ese hombre y que parto un día desde algún lugar con 71 sirios vivos e...

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Soy periodista. Vivo de entender. A veces, como ahora, no me sale. Me digo que me llamo Razan, o Velkan, o Juan de los Palotes, y que mi oficio consiste en conducir. No en arriarlos al camión y embutirlos en el acoplado sino, simplemente, en conducir. Yo soy el que transporta, una figura de bajo voltaje en una cadena de chirriante alta tensión. No los contacto, no les cobro, ni siquiera sé quiénes son: simplemente, los llevo. Como quien lleva pollos o residuos sépticos. Sólo que con un poco más de adrenalina. Me digo que soy ese hombre y que parto un día desde algún lugar con 71 sirios vivos en el buche de mi camión, 59 hombres, 8 mujeres, 4 niños. Cada tanto, porque el viaje es largo, me detengo a tomar café, a fumar. Mientras lo hago sé, todo el tiempo, que ellos están allí pero no los veo, no pienso en que están paralizados, desorbitados de terror, porque yo estoy haciendo mi trabajo: yo conduzco. Durante cientos de kilómetros voy atento a las señales del camino y escucho radio y converso con mis compañeros en la cabina y, aunque sé que los 71 sirios están detrás, toneladas de carne entumecida, yo sólo hago mi trabajo: conducir. En algún momento quizás recibo una llamada, o algo sale muy mal, y entonces ya no soy el que conduce sino el que estaciona al costado de una autopista austriaca y deja todo allí, el camión y los kilos de carne —ya muerta— pudriéndose al sol, y se va. Soy el que no abre la puerta del acoplado. Simplemente, me voy. Y no soy un diablo sino un hombre, hijo de hombre, hecho de la misma materia de la que está hecha esa carne que se pudre. Aunque ando por ahí cubierto por una fina capa de entrañas y fauna cadavérica, nadie lo nota porque soy igual a todos. Uso zapatos, como todos. Bebo y respiro, como todos. Y sin embargo, ¿de qué estoy hecho? ¿Qué clase de hombres hacen un mundo en el que es posible alguien como yo?

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