Quiéreme, hazme caso

Con Internet podemos extender nuestras inseguridades hasta quienes nunca hubiéramos imaginado

La que firma es de Logroño, pero en los años que lleva en Madrid ha llegado a ver cerdos paseados con correa por la calle de Juan Bravo (no es una metáfora). Estos días estoy en Nueva York, donde es famoso un tipo que va en el metro con un gato en la cabeza. Con esto quiero decir que quienes vivimos en las grandes ciudades turísticas no levantamos la ceja en vano. Por eso me sorprende el odio —unánime, asesino, global— a los portadores de palos de selfie,objetivamente una solución útil y sencilla para multiplicar la calidad audiovisual de las fotos y las grabaciones.

Tengo una ...

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La que firma es de Logroño, pero en los años que lleva en Madrid ha llegado a ver cerdos paseados con correa por la calle de Juan Bravo (no es una metáfora). Estos días estoy en Nueva York, donde es famoso un tipo que va en el metro con un gato en la cabeza. Con esto quiero decir que quienes vivimos en las grandes ciudades turísticas no levantamos la ceja en vano. Por eso me sorprende el odio —unánime, asesino, global— a los portadores de palos de selfie,objetivamente una solución útil y sencilla para multiplicar la calidad audiovisual de las fotos y las grabaciones.

Tengo una teoría: cuando alguien usa uno lleva escrito en la frente “me preocupa sacarme una buena foto que subiré a Internet y que quizá consiga que le guste un poco más a la gente, empezando por mí mismo”. Para el resto, observarlos es como ver gente con los brazos en alto pidiendo amor desesperadamente y, claro, nos da pudor. La matanza de Texas de las neuronas espejo, que diría una amiga.

En realidad, casi todo nuestro comportamiento en redes sociales puede resumirse en “eh, tú, quiéreme, hazme caso”. Ocurre cuando mandamos aburridos un “hola” por Whatsapp, pero la necesidad de atención también se esconde tras comportamientos más retorcidos, como los acosos. Pidiendo cualquier otra cosa lo que pedimos es que nos hagan caso, cada uno a nuestra manera.

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Deseamos contenido como excusa para interactuar con los demás, pensaba ya hace una década Douglas Rushkoff. Los chimpancés dedican una quinta parte de su tiempo a despiojarse unos a otros para cultivar lazos sociales. Nosotros preferimos una forma más elegante: el lenguaje. Se calcula que la charla ligera y el chismorreo ocupan el 65% de la conversación de las personas de cualquier género y edad en lugares públicos.

El drama está en que no hay atención para todos. Hay días en los que las redes y las calles son el reflejo de la íntima tragedia humana, de la fantasía infantil de que somos omnipotentes y todos nos aman. Robin Dunbar dijo que los humanos tendemos a formar grupos de 150 personas, porque a partir de ese número empezamos a confundirnos y dudamos si ese conocido que se acerca con un palo va a zurrarnos o a hacernos una foto. Con Internet podemos extender nuestras inseguridades hasta quienes nunca hubiéramos imaginado. Y si el palo se despliega, más.

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