La orilla

Cuando el protagonista de ‘Años luz’, de James Salter, debe vivir sin su mujer acaba presentándose delante del gran río oscuro

A las pocas páginas de Años luz James Salter tira encima del lector a Nedra Berland. Es, dice, una mujer “que lo hace todo; no hace nada”. “Lo que le preocupa de verdad es lo esencial de la vida: la comida, la ropa de cama, las prendas de vestir. Todo lo demás no significa nada; se arregla sobre la marcha. Tiene una boca grande, la boca de una actriz, emocionante, intensa. (…) Tiene veintiocho años. Sus sueños, que todavía perduran en ella, la adornan; es confiada, serena, está emparentada con criaturas de cuello largo, con rumiantes, santos abandonados”. Nick Paumgarten, en un artícu...

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A las pocas páginas de Años luz James Salter tira encima del lector a Nedra Berland. Es, dice, una mujer “que lo hace todo; no hace nada”. “Lo que le preocupa de verdad es lo esencial de la vida: la comida, la ropa de cama, las prendas de vestir. Todo lo demás no significa nada; se arregla sobre la marcha. Tiene una boca grande, la boca de una actriz, emocionante, intensa. (…) Tiene veintiocho años. Sus sueños, que todavía perduran en ella, la adornan; es confiada, serena, está emparentada con criaturas de cuello largo, con rumiantes, santos abandonados”. Nick Paumgarten, en un artículo en The New Yorker que ha traducido FronteraD, cuenta cómo los Rosenthal, el matrimonio amigo de los Salter, empezaron a leer el libro y se dieron de bruces con su hogar, sus conversaciones, sus infidelidades, innumerables detalles que el escritor había llevado en la ficción un poco más allá que en la realidad: el matrimonio de la novela naufraga; tras la publicación del libro lo haría el de los Rosenthal. También el de los Salter, algo que sirvió de consuelo a sus vecinos: quizás el escritor había mezclado las historias de las dos parejas, incluidas sus propios amantes.

Nedra Berland es una de esas mujeres que salen bebiendo en las páginas de Salter. Directa y aburrida como Adele, la esposa de ‘Cometaque se revuelve contra Phil, su marido, en una fiesta. Adele le reprocha que hubiese dejado a su primera mujer por una chica de veinte años. Tenía tres hijos, “uno de ellos retrasado”. En las embestidas Phil no puede ni coger aire (“existe amor cuando pierdes la capacidad de hablar, cuando ni siquiera puedes respirar”) pero interviene de vez en cuando: “No era retrasado. Sólo… tenía dificultades para aprender a leer, eso es todo”. Y entonces, mientras ella sigue con humillantes revelaciones, Phil recuerda una dolorosa imagen de él y su niño una tarde de hace años, cuando lo llevó a un estanque a darse un chapuzón: “La cabeza rubia y la cara nerviosa de su hijo asomando a la superficie como los perros. Año de alegría”.

El final de ese relato es muy bonito: Phil ve a Adele irse haciendo más pequeña a medida que cruza el césped, alcanza el aura, luego la luz y finalmente, borracha, tropieza en un escalón. No es mejor que el final de La última noche ni tampoco que el de Años luz, cuando el protagonista tiene que aprender a vivir sin Nedra Berland, visita la casa llena de recuerdos, se encuentra a la vieja tortuga de la familia y acaba presentándose delante del gran río oscuro, aquí en la ribera. “Sucede en un instante. Todo es un largo día, una tarde interminable, los amigos se marchan, nos quedamos en la orilla”.

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