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Aguja e hilo contra la triple discriminación

Ser mujer, pobre y con discapacidad en India es un problema, pero hay maneras para salir adelante sin depender de nadie

Se podría decir de ellas que son mujeres, pobres y con discapacidad, tres razones por las que miles de personas son discriminadas en India. Pero, en cambio, se puede decir que son independientes, trabajadoras y valientes. Desde su infancia sufrieron enfermedades como poliomielitis, enanismo o malformaciones que les dejaron graves secuelas. Su existencia se hubiera visto limitada por las cuatro paredes de sus casas de no haber conocido a la Fundación Vicente Ferrer, que lleva más de 40 años trabajando por erradicar la pobreza en el estado de Andhra Pradesh, al sur del país. Gracias al programa de talleres-residencia para mujeres con discapacidad, más de 300 chicas reciben estudios básicos, cuidados médicos y un empleo estable que les reporta un salario y las convierte en mujeres económicamente independientes. Para ello, son formadas en una actividad artesanal que puede ser costura, bordado, joyería o trabajos con yute (una planta tropical cuyos tallos se usan para hacer artesanía). Gracias a estas técnicas elaboran productos que posteriormente serán vendidos en las tiendas de comercio justo de la Fundación y, sobre todo, ganan autoestima y aprenden que tienen los mismos derechos que cualquier otra persona. "Primero tengo que pensar en mí, en cómo puedo salvar mi vida. Hay que dejar de quejarse y luchar por nuestros derechos", dice Lakhsmidevi, una de ellas. Su espíritu combativo es el mismo de sus 300 compañeras, un pequeño ejército femenino que ha hecho de la educación su bandera.
La espalda y el tórax de Kalavatti, de 25 años, se ven abombados a consecuencia de la hiperlordosis dorsal que sufre desde los tres y que le ha causado una discapacidad del 75%. No recuerda qué ocurrió, pero sí sabe que no puede correr, que no respira bien y que se cansa mucho. Por culpa de estas dificultades no podía acompañar a sus padres y hermanas a trabajar al campo cuando era niña. Y como no tenía abuelos o tíos que la cuidaran en casa, sus progenitores decidieron que lo más seguro era dejarla en la calle con un plato de comida mientras ellos iban a arar la tierra. Asegura Kalavatti que lo hacían por su bien: “Si me dejaban dentro sin trancar la puerta, podían entrar los ladrones; si me dejaban encerrada, nadie me hubiera podido socorrer de haber tenido un accidente”. Durante esos años fue a la escuela de su aldea, donde cursó hasta quinto grado de primaria a trompicones, pues cada vez que su salud empeoraba debía guardar reposo. Luego alcanzó el décimo en otro colegio más alejado gracias a que podía ir en 'rickshaw' (motocarros que hacen las veces de taxis en el país) en compañía de sus hermanas. En 2006 obtuvo una plaza en los talleres de la Fundación Vicente Ferrer para mujeres con discapacidad y desde entonces vive en sus instalaciones, donde fabrica piezas de joyería que le reportan un sueldo mensual. También ese año inició un tratamiento médico y otro fisioterapéutico que han reducido sus dolores. Sin ganas de casarse, hoy visita a su familia en el pueblo una vez al mes y espera que sus hermanas cuiden de ella cuando sea anciana.
Nagalakshmi contrajo la polio a los siete años. Sufrió parálisis en las dos piernas y, desde ese momento, se convirtió en un estorbo para su padre y su abuelo, que no le permitieron ir a la escuela pese a las protestas de su madre. “¿Quién la va a llevar? ¿Quién la va a cuidar?”, espetó el patriarca a la progenitora. Así, la niña tuvo que quedarse encerrada en casa y ni siquiera aprendió a leer o a escribir. A los 13 años conoció la Fundación Vicente Ferrer y quiso ingresar en el programa para mujeres con discapacidad, pero su abuelo volvió a negarse. Esta vez, sin embargo, se salió con la suya gracias de nuevo al apoyo de su madre, que se enfrentó a toda la familia. En los talleres aprendió a coser y sus compañeras le enseñaron a leer, escribir y a hacer cuentas sencillas. Al cabo de un año empezó a trabajar y a ganar un salario. Hace siete años su abuelo se fue de este mundo orgulloso de su nieta, presumiendo de que se podia ganar la vida pese a su discapacidad del 88% y sin tener estudios. Hasta ahora, ella ha pagado una operación de vista de su madre y los cuidados hospitalarios a su padre cuando éste enfermó. Asegura que tiene buena relación con él y que no le guarda rencor pese a que no le permitió ir al colegio. En el futuro le gustaría irse a su propia casa, y sola, pues no contempla el matrimonio. “No quiero casarme porque soy discapacitada y nadie querrá estar conmigo”.
Lakshmi tenía cuatro años cuando le diagnosticaron polio, una enfermedad de la que no había sido vacunada. Desde entonces sufre un 90% de discapacidad y unas secuelas que la obligan a desplazarse a gatas, arrastrando sus inertes piernas. Cuando sus padres conocieron la fatal noticia sobre la salud de su única hija, reaccionaron de distinta manera. La apoyaron su madre y su abuela, quienes la ayudaron y enseñaron a ducharse, a vestirse sola y hasta a cocinar. Su padre, sin embargo, no se tomó su discapacidad igual de bien, y acostumbraba a golpearla y despreciarla hasta que hace cinco años abandonó el hogar conyugal. Pese a sus dificultades para desplazarse, Lakshmi decidió que quería estudiar y llegó hasta el séptimo grado en la escuela de su pueblo. Hasta ella llegaba arrastrándose por el suelo con ayuda de sus delgados brazos. Cuando aprobó el último año tiró la toalla porque en su colegio no había más cursos y, para seguir, hubiera tenido que ir a otro pueblo, algo que le era imposible. Desde entonces, lo único que hacía cada día era quedarse en casa y, como mucho, ir a la de una vecina a ver la televisión. Hace tres años su aburrida rutina cambió, pues empezó trabajar en la Fundación Vicente Ferrer, donde se ha hecho experta en joyería y en yute, un material parecido al cáñamo con el que ella y sus compañeras fabrican artículos de decoración. Hoy mantiene a su madre, que tuvo que dejar de trabajar en el campo por problemas de salud, y no se rinde ante nada.
A Vanita le atacó la polio a los 15 años y, para colmo de males, los médicos que la atendieron erraron el diagnóstico: creyeron que sufría encefalitis japonesa y no la trataron con la rapidez necesaria. Las consecuencias de esta mala praxis derivaron en una parálisis total de la mano y del pie derechos que le suponen un 21% de discapacidad. Ella, no obstante, se arregla muy bien y hace cualquier actividad por sí misma, hasta bordar. “Tengo algo de fuerza en esta mano, así que la puedo usar para sujetar las telas”, explica. Ahora está satisfecha con su vida, pero su infancia no fue nada fácil: su madre murió el mismo año en que ella enfermó, y la pequeña Vanitta se quedó a cargo de su padre, quien pronto se casó con otra mujer, una madrastra en toda regla que la obligaba a realizar las tareas más duras de la casa pese a su discapacidad. “Me sobrecargaba y, si no hacía el trabajo rápido y bien, me regañaba mucho”, recuerda. Durante esos años pudo estudiar hasta décimo curso y luego comenzó a trabajar en el campo, donde solamente podía arrancar matojos con la mano sana debido a la poca movilidad de la otra. Cuenta la joven que, después de años de calvario, su padre al final entendió que debía cambiar y repudió a esa esposa que hacía imposible la vida de la muchacha. La vía de escape de Vanita fue la artesanía. Desde hace ocho meses borda los detalles de toda la ropa y complementos que luego se venden en la tienda de comercio justo de la Fundación Vicente Ferrer, una labor que le gusta mucho más que sudar en el campo.
Lakshmidevi tiene un 78% de discapacidad por culpa de la polio, que le paralizó una pierna cuando tenía cuatro meses, pero puede caminar gracias a una prótesis. También tiene un triciclo enorme que maneja con gran soltura: con una mano lleva el volante y con la otra da vueltas a una manivela que mueve las ruedas. Pero ahora no necesita nada de eso, ella prefiere gatear por la habitación en la que otras 20 chicas con discapacidades similares se afanan en bordar cojines, colchas y artículos para el hogar. A los 10 años, Lakshmidevi fue examinada por médicos de la Fundación Vicente Ferrer, que decidieron someterla a una cirugía que corrigió la malformación de su pie. Luego se lo escayolaron hasta en cinco ocasiones. “Me quitaban los yesos cada dos meses y me los volvían a poner para que los huesos quedaran bien fijados”, describe. Entre visitas al médico y sesiones de rehabilitación, Lakshmidevi estudió hasta décimo curso. En su casa siempre se ha sentido muy arropada, tanto por sus padres como por sus hermanas y, de hecho, vive con ellos y no en los talleres, como sí hacen otras 110 chicas. En casa trabaja bordando y sale para recoger material, dejar productos ya terminados o echar una mano cuando llega un encargo muy grande. En cuanto a su futuro, tiene claro que se quiere casar. “Mis padres están buscando candidato, pero tienen que pensar mucho cómo negociar mi dote porque debido a mi discapacidad van a tener que pagar más por mí”, dice la joven sin inmutarse.
Rangamma ahora puede decir que “solo” padece enanismo, que ya de por sí le ha costado un 73% de discapacidad. Antes era peor, porque tenía los pies deformes y no se podía levantar. Hace 15 años se sometió una cirugía y de ese mal trago ya solo quedan unas marcadas cicatrices en sus piernas. No puede levantar objetos pesados pero va de un lado a otro sin aparente esfuerzo. De familia campesina, ella nunca pensó en quedarse atrás por culpa de sus limitaciones y, gracias a su constancia, estudió hasta quedarse a las puertas de la universidad. A sus 29 años, Rangamma ya sabe lo que es llevar una vida completamente normal: además de ser autónoma, lleva trabajando desde que pudo caminar. Lleva nueve meses en la Fundación Vicente Ferrer, pero antes fue Rural Development Worker, es decir, trabajadora rural por el desarrollo, con una organización llamada Sacred. Su trabajo consistía en ir de pueblo en pueblo atendiendo a personas con discapacidad y ofreciendo charlas de sensibilización. El estigma que nunca vivió en su hogar la empezó a sentir al comenzar este trabajo. “Se reían de mí en los pueblos y me decían que cómo podía trabajar, que parecía una niña… Al principio esto me ponía nerviosa y triste, pero luego me acostumbré y los vecinos también; terminaron por aceptarme”, cuenta. No fue a la universidad porque la ONG en la que trabajaba y que le facilitó estudiar cerró y, de golpe, se vio sin trabajo y sin posibilidad de seguir estudiando, pero ahora que tiene otro empleo, puede ayudar a su familia a su familia y ahorrar para el futuro.
Verejamma, de 29 años, padeció polio con uno. Su madre pensó que sanaría con las pastillas que le suministró el curandero del pueblo, así que no la llevó al hospital y la niña empeoró. Consiguieron que sobreviviera, pero en seguida notaron las consecuencias: cuando intentaban ponerla de pie, no se sostenía. Sus padres, decididos a sacar a su hija adelante, la enseñaron a caminar con ayuda de unos palos y la obligaron a realizar innumerables ejercicios para mejorar su movilidad. Gracias a esa insistencia aprendió una técnica para moverse casi erguida: apoyando su mano en la rodilla. Ahora, Verejamma padece un 89% de discapacidad pero camina con ayuda de una muleta gracias a que se sometió a una operación quirúrgica cuando tenía 13 años. Estudió hasta el nivel preuniversitario gracias a la ONG Sacred, igual que su compañera Rangamma (en la imagen anterior) y, como ella, desempeñó el puesto de trabajadora rural para el desarrollo. En los pueblos que visitaba para ayudar a otras personas con discapacidad vivió episodios de discriminación. “Los vecinos se burlaban de mis contoneos al caminar, pero fui a preguntarles por qué lo hacían y pararon. En la vida hay que demostrar fuerza y valentía”. Durante esos años descubrió que los discapacitados tenían miedo hasta a salir de casa, pero ella les dio autoestima y confianza en sí mismos, cuenta. Lleva nueve meses trabajando el yute en la Fundación y sigue en contacto con las personas a las que ayudó en su día. “Los discapacitados de este país están sufriendo. Nadie les ha dicho que valen lo mismo que el resto”, asevera.
Durgavattri es otra víctima de la polio porque de niña no recibió todas las dosis de la vacuna contra este virus. Tenía un año cuando la contrajo y, pese a los intentos de los médicos por sacarla adelante, perdió la movilidad en los brazos y las piernas. Un tratamiento posterior consiguió reducir las secuelas y casi todo su cuerpo volvió a funcionar salvo su pie derecho. Por culpa de esta parálisis le han concedido un grado de discapacidad del 50%. Aprendió costura gracias al grupo de apoyo a discapacitados que la Fundación Vicente Ferrer impulsó en su pueblo. “Para usar la máquina de coser solo hace falta tener un pie sano”, justifica la joven, que ahora tiene 22 años. A los 11 se sometió a una operación para recolocar su pie derecho, que estaba al revés. Posteriormente siguió un tratamiento que consistió en llevar escayolas para fijar los huesos y en hacer rehabilitación. “Llevé ocho yesos distintos en un año y sentía mucho dolor, pero gracias a ello ahora puedo llevar una prótesis y caminar con ayuda de una muleta, ya no tengo que gatear”, explica la joven. Lo del matrimonio, por otra parte, no va con ella: tiene dos hermanas casadas y otra soltera y estudiando, igual que su único hermano varón. Ella prefiere no tener marido y confía en que su numerosa familia se encargue de ella si algún día le hace falta aunque, de momento, se siente una mujer completamente autónoma.
Eswaramma tiene 35 años y dejó de crecer cuando era una niña. En su casa pensaron que igual tardaba un poco más que el resto de niños en pegar el estirón. Pero, cuando a los 15 años ella seguía sin superar apenas el metro y medio de estatura, sus padres se preocuparon y la llevaron al médico, quien les dio la noticia: la adolescente padecía un trastorno parecido al enanismo llamado talla baja idiopática. Así se llama al síndrome en el que no existe una causa conocida que provoque una estatura tan pequeña, las proporciones corporales son normales y no se detectan enfermedades congénitas ni alteraciones de la nutrición o endocrinas. A esto, se le unió una ictiosis laminar, es decir, una enfermedad que descama la epidermis incesamente y para la que se medica desde hace diez años. “Si no tomo pastillas, mi piel no se regenera”, afirma. Eswaramma vive en las instalaciones de la Fundación con sus compañeras, a quienes tiene mucho aprecio después de 10 años de convivencia, pero también añora a su madre, que siempre la ha cuidado y protegido. “Tengo el corazón dividido, no sé con quién me gusta más estar”, dice con una sonrisa. Lo único que altera su apacible vida es no verse alta como las demás chicas, razón por la que a veces, reconoce, le invade un poco la tristeza. “Yo quiero ser como el resto”, lamenta.