EL ACENTO

El oráculo de San Ildefonso

La lotería es una contribución, melancólica pero justa, a los Presupuestos Generales del Estado

Marcos Balfagón

Pocas cosas son tan fáciles de comprender como que la lotería y los juegos de azar descartan la ética del esfuerzo personal y el trabajo como fuente de riqueza. En virtud (nunca mejor dicho) de este calvinismo de manual, la lotería se presenta como un derroche de recursos (hay quien se quita de comer por jugar un décimo), una prueba de baja autoestima y una fe supersticiosa de que el azar nos va a eximir de responsabilidades futuras. Pero la tecnología propagandística de Hacienda trabaja sin descanso para cambiar una superstición rupestre (los niños de San Ildefonso serán los oráculos que anun...

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Pocas cosas son tan fáciles de comprender como que la lotería y los juegos de azar descartan la ética del esfuerzo personal y el trabajo como fuente de riqueza. En virtud (nunca mejor dicho) de este calvinismo de manual, la lotería se presenta como un derroche de recursos (hay quien se quita de comer por jugar un décimo), una prueba de baja autoestima y una fe supersticiosa de que el azar nos va a eximir de responsabilidades futuras. Pero la tecnología propagandística de Hacienda trabaja sin descanso para cambiar una superstición rupestre (los niños de San Ildefonso serán los oráculos que anunciarán el fin de las estrecheces perpetradas por la crisis) por otra más acorde con la modernidad vigente. La lotería sería “un acto social” (igual que regalar un reloj o un libro), un impulso enternecedor de solidaridad (véase el anuncio de la Lotería de Navidad de este año, con su disneyano tabernero) y, ¿por qué no?, una contribución, melancólica pero justa, a los Presupuestos Generales del Estado.

Hacienda calcula que este año recaudará unos 188 millones de euros con ese 20% que se lleva de cada premio. Dicen que, por primera vez en varios años, se venderán más décimos, lo cual, según agudos analistas, sería el preludio a una recuperación económica total en 2015. La interpretación parece un poco forzada; también cabría deducir que la población tiene menos esperanzas objetivas en su porvenir económico y más esperanzas subjetivas en el juego de azar. En cualquier caso, un hecho es incontestable: el impuesto dificulta (exactamente en el 20%) el blanqueo de dinero a través de la compra de billetes premiados.

Las interminables (en el tiempo y en el espacio) filas que acaban en el despacho de Doña Manolita son una enmienda a la totalidad de la razón económica y política. Los jugadores confían más en la providencia que en la eficacia del mercado laboral; creen más en la suerte que en las leyes de los arbitristas, en el Plan E de Zapatero, en la reforma laboral o en el plan Juncker. Esto es así desde el 18 de diciembre de 1812. La superstición y la costumbre tienden a intercambiarse como causa y efecto después de tantos años de connivencia. Pero lo que se deja de ganar en la lotería no causa daño real; lo que importa es la salud.

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