Tribuna

El juramento de Túnez

¿Qué hacer hoy con Libia? ¿Qué opciones hay para parar la guerra fratricida?

V iaje relámpago a Túnez. En el aeropuerto, un grupo de nostálgicos de Gadafi, ruidosos y patéticos. Durante las horas siguientes, toda una serie de sitios web aficionados a las conspiraciones inventan los escenarios más rocambolescos para explicar mi presencia, junto a Gilles Hertzog, en suelo tunecino: un encuentro en la sombra con Ennadha, una conferencia imaginaria en Hammamet (!) en compañía de un yihadista,una cita secreta con tal ministro o presidente conminados a confirmarla...

Y no sigo porque, evidentemente, esto no es lo esencial.

Y esta pequeña agitación no c...

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V iaje relámpago a Túnez. En el aeropuerto, un grupo de nostálgicos de Gadafi, ruidosos y patéticos. Durante las horas siguientes, toda una serie de sitios web aficionados a las conspiraciones inventan los escenarios más rocambolescos para explicar mi presencia, junto a Gilles Hertzog, en suelo tunecino: un encuentro en la sombra con Ennadha, una conferencia imaginaria en Hammamet (!) en compañía de un yihadista,una cita secreta con tal ministro o presidente conminados a confirmarla...

Y no sigo porque, evidentemente, esto no es lo esencial.

Y esta pequeña agitación no consigue distraernos de la única cita que importa, que es la del corazón y la razón con nuestra atormentada y querida Libia.

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Frente a nosotros, este sábado, en una sala de reuniones de nuestro hotel, Waheed Burshan, el ingeniero de Garian al que conocimos en junio de 2011, cuando ponía en marcha el puente aéreo que iba a servir para abastecer de víveres y armas a las montañas de Yebel Nafusa.

En torno a él y a Ghazi Moalla, el amigo tunecino que ha organizado este encuentro, los representantes de Bengasi, Trípoli, Zauiya, Misrata, Ifren y Nalut, ciudades y pueblos dolorosamente familiares para nosotros, pues fueron estaciones del calvario, y luego liberación, de este pueblo que no es el nuestro pero cuya causa abrazamos.

Entre los invitados hay uno sobre todo que impresiona: Fadil Lamine, que, a la manera de Gide y su famosa frase (“Habiendo nacido en París de padre uzetiano y madre normanda, ¿dónde quiere usted que eche raíces, señor Barrès?”), comienza confesando que, nacido de padre tripolitano y madre bengasí, y amazigh para más señas, le resultaría difícil reconocerse en cualquiera de las facciones que se disputan un poder por lo demás inexistente. No es casual, parece decir, que le haya correspondido a él la hermosa responsabilidad de este Consejo del Diálogo Nacional que, desde 2013, trabaja para superar las divisiones étnicas y políticas que desgarran a la nación libia.

Con lágrimas en los ojos, evocamos la memoria de Salwa Bugaighis, la joven y valiente abogada, militante de los derechos de los hombres y las mujeres, que fue su vicepresidenta hasta su asesinato en Bengasi, el 25 de junio de este año.

Rememoramos aquel día de marzo de 2011 en el que contribuyó a la organización de la primera asamblea unitaria de las tribus de Cirenaica y Tripolitania, a la que nos invitaron, y en la que se formuló aquel orgulloso “solo hay una tribu en Libia y es la tribu de la Libia libre” que fue para nosotros una especie de divisa durante aquellos siete meses de camaradería con una nación árabe insurgente.

Es esa divisa lo que hay que resucitar, dice Burshan con gravedad. Es esa mentalidad —remacha— lo que hay que oponer a todos los saboteadores de sueños que, si no lo impedimos, bien podrían terminar haciendo correr los “ríos de sangre” que prometió la dictadura y evitó la intervención aliada.

No desean una intervención exterior, pero imaginan una misión de buenos oficios a cargo de la nación amiga por excelencia

¿Qué hacer, nos preguntamos, cuando todo el mundo parece preocuparse solo por obtener ventaja en un país en ruinas?

¿Qué solución en una nación que tiene dos primeros ministros y dos Parlamentos y en la que no existe el Estado?

Hay que apelar a la sociedad civil, responde Burshan pensativo. Hay que confiar en esos hombres de buena voluntad de los que habla uno de vuestros escritores y algunos de los cuales se encuentran hoy alrededor de nosotros.

Cuando la política fracasa y da paso a la guerra fratricida, solo hay una salida y es hacer que todo el mundo entienda que nadie puede ganar solo y que tanto la salvación como el suicidio han de ser colectivos. Y solo hay un camino posible: convocar una especie de Loya Jirga a la que todos los protagonistas de esta revolución interminable deben ser invitados y a la que solo faltarán los enemigos de la paz y de Libia. Burshan y sus amigos cuentan con Francia para apadrinar ese proceso. No desean una intervención exterior, pero imaginan una misión de buenos oficios a cargo de la nación amiga por excelencia.

Nos apoyasteis durante la guerra, dicen, apoyadnos durante la paz. Fuisteis nuestros hermanos de armas, ojalá seáis nuestros hermanos en la reconciliación y la reconstrucción. ¿Acaso nuestras fronteras no son también las vuestras, en esta era de terrorismo internacional? ¿Por qué no trabajar juntos para estabilizar el sur de Libia, hoy santuario de la nueva secta de asesinos que hace estragos en la región?

La reunión termina con un último turno de palabra que es como la prefiguración de ese Gobierno de sabios y expertos con el que sueña Burshan y cuya viabilidad se vislumbra de pronto.

Para él, es hora de volver a Libia: acaba de llegarnos la noticia de una masacre en Kekla, en Yebel Nafusa, cerca de su casa. Para nosotros, es hora de regresar a París: no podemos descartar que acabemos de ser testigos de uno de esos acontecimientos de los que Nietzsche dice que llegan a paso de paloma pero a veces son aún más decisivos. Tenemos que transmitir la noticia sin demora.

Seguimos atados por nuestro juramento libio. Aún tenemos una responsabilidad para con estos hombres a los que nuestro país ayudó a liberarse y a los que hoy debe ayudar a rehacerse.

La esperanza no ha muerto.

El combate, pacífico, continúa.

Bernard-Henri Lévy es filósofo.

Traducción de J. L. Sánchez-Silva.

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