Columna

Para Anita

Hay sueños que, aunque aparecen una sola vez en la vida, no se olvidan nunca

No sé si alguna vez llegué a contarte mi sueño, uno de esos que, aunque aparecen una sola vez en la vida, porque los hay que son insistentes y nos visitan cada cierto tiempo, como si quisieran mostrar alguna enseñanza o simplemente chincharnos con su machaconería, no se olvidan nunca. En él te enseñaba a volar. Con la destreza que me daba una diferencia de edad de apenas cuatro años, que entonces nos parecían muchos. Algo así como ahora dos décadas. ¿Recuerdas aquellas flores de color violeta, carnosas, que cogíamos en Moralzarzal todos los años, allá por el mes de marzo o abril e incluso dura...

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No sé si alguna vez llegué a contarte mi sueño, uno de esos que, aunque aparecen una sola vez en la vida, porque los hay que son insistentes y nos visitan cada cierto tiempo, como si quisieran mostrar alguna enseñanza o simplemente chincharnos con su machaconería, no se olvidan nunca. En él te enseñaba a volar. Con la destreza que me daba una diferencia de edad de apenas cuatro años, que entonces nos parecían muchos. Algo así como ahora dos décadas. ¿Recuerdas aquellas flores de color violeta, carnosas, que cogíamos en Moralzarzal todos los años, allá por el mes de marzo o abril e incluso durante el de mayo? Unos brotes con muchas florecillas gordezuelas que parecían varitas de orquídeas enanas. Con motas negras en las hojas. Como pequeños dálmatas verdes. Y acabo de enterarme, 40 años después, de que sí que eran orquídeas. Orquídeas silvestres. Yo te llevaba de la mano y volábamos tumbadas, como hace Peter Pan con los niños que suben al país de Nunca Jamás, aunque nosotras planeábamos a tan sólo una cuarta del suelo. Y con la mano que nos quedaba libre íbamos arrancando esas flores. Una, otra y otra. Al pasar por los prados, rozando con la tripa los tallos de hierba. Y nos reíamos de todo. De los toros, que mugían al otro lado de la valla. De los golpes que nos dábamos en las rodillas o en un codo con alguna piedra puntiaguda o el tronco áspero de un pino y que no nos dolían. De que nos llamaran a comer. ¡Anita! ¡Berta! De que las voces que oíamos a lo lejos insistieran para que nos laváramos las manos. Y de que, aunque tuviéramos un hambre que nos devoraba por dentro, no nos dábamos la vuelta por nada del mundo. ¿Es que ya no nos quedan sueños así?

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