Columna

El lugar del otro

Los que un día declararon que se ponían en la piel ajena tienen que pasar a la acción

Al principio del principio de esta crisis que se ha de comer la tierra escuché a algunos políticos decir que se ponían en el lugar del otro.

Hubo periodistas, en el periodismo más legendario, que hicieron como aquel Gunter Wallraff, que se ponían en el lugar de otros, convenientemente disfrazados. Eran otros tiempos. Simularon ser mendigos o adoptaron otros disfraces para mostrar cómo lo pasaban estratos de la sociedad que padecían lo que aún no estaba escrito. Los disfrazados estaban en el lugar del otro. Pero el otro no necesitaba ponerse en ningún sitio: él estaba en su sitio, y este...

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Al principio del principio de esta crisis que se ha de comer la tierra escuché a algunos políticos decir que se ponían en el lugar del otro.

Hubo periodistas, en el periodismo más legendario, que hicieron como aquel Gunter Wallraff, que se ponían en el lugar de otros, convenientemente disfrazados. Eran otros tiempos. Simularon ser mendigos o adoptaron otros disfraces para mostrar cómo lo pasaban estratos de la sociedad que padecían lo que aún no estaba escrito. Los disfrazados estaban en el lugar del otro. Pero el otro no necesitaba ponerse en ningún sitio: él estaba en su sitio, y este era, entonces como ahora, inamovible.

Cuando escuché a los políticos (a los del Gobierno y a los de la oposición) decir que se ponían en el lugar de otros, siendo, estos otros, gente que vive en un creciente malestar, traté de imaginarme en esas tesituras a los que emitían así su ansia de solidaridad: como pensionistas sin pensión, como ahorradores sin ahorros, como inquilinos sin casas, como hambrientos sin comida, como trabajadores en paro... La nómina de los otros ha ido creciendo cada vez más; ahora ya sería inabarcable el universo de los otros, y cada vez escucho menos a los políticos, a los banqueros, a los pudientes, en cuyas manos está muchas veces la vida de los otros, decir que sienten lo que pasa hasta tal punto que ellos se ponen en la piel de los otros.

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Además, esperé que alguna vez algunos de esos poderosos, de poder grande o de poder chico, se pusieran en efecto en la piel de los otros haciendo de Wallraff al menos. Pero eso ya no se hace, eso se hacía cuando el periodismo te lanzaba a la calle para descubrir cómo eran los otros para que otros a la vez fueran sabiendo.

El momento es muy delicado. Los gritos de la calle ya llegan a las moquetas, y las moquetas se tambalean. Como todo lo que dicen los filósofos o los poetas se cumple alguna vez, he aquí que vuelve a tener razón Ángel Ganivet: cuando los de abajo se mueven, los de arriba se caen. Esto no ha ocurrido aún, pero hay síntomas en la calle de que cada día es más delgada la línea que pasa de la palabra a la ausencia de palabras. Y los que un día declararon que se ponían en la piel del otro tienen que pasar a la acción: ponerse de veras en la piel del otro, entender por qué les levantan la voz en las calles e, incluso, en los lugares más privados de las calles; tratar de explicarles qué hacen o qué querrían hacer para estar de veras en la piel ajena, para mostrar de manera eficaz y suficiente que ya entendieron el mensaje y que están a punto de cumplir con la misión de trabajar para implementarlo.

En esta época de desastre ya imposible de mitigar se están produciendo hechos y palabras que rompen el equilibrio democrático. Estamos en la época de la palabra desequilibrada, y todo puede suceder, incluso aquello que no nos gusta. Frente a ello, si se pide sosiego, se ha de practicar sosiego. Frente a la protesta, atención; frente a la denuncia, escucha. Si frente a la protesta y a la denuncia se levanta aún más la voz (esto me pareció que hacía Cristina Cifuentes, la delegada gubernativa en Madrid, comparando como si quisiera gritar), apaga y vámonos. Si la delegada se pusiera en el lugar del otro, a lo mejor hubiera detenido el diapasón. Pero no lo hizo. Lástima.

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