Tribuna

El paso suspendido de la cigüeña

La defensa de la diversidad hacia fuera entre colectivos, se acompaña de la pluralidad hacia dentro

Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado”, decía Engels en el viejo manifiesto.

Más de un siglo después vuelven a ser estos tiempos complejos. Tiempos de frontera en los que, más que una época de cambios, empezamos a ser conscientes de que atravesamos todo un cambio de época.

Lo llaman crisis pero es más que eso. Es la formulación de una de las preguntas más complejas que, hasta ahora, nos ha hecho este ciclo de relaciones humanas globalizadas, de exposición de los modos de organización social y política a las nuevas realidades transfronterizas y desre...

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Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado”, decía Engels en el viejo manifiesto.

Más de un siglo después vuelven a ser estos tiempos complejos. Tiempos de frontera en los que, más que una época de cambios, empezamos a ser conscientes de que atravesamos todo un cambio de época.

Lo llaman crisis pero es más que eso. Es la formulación de una de las preguntas más complejas que, hasta ahora, nos ha hecho este ciclo de relaciones humanas globalizadas, de exposición de los modos de organización social y política a las nuevas realidades transfronterizas y desreguladas de nuestros propios flujos económicos y financieros globales. Este ciclo de modificación de los centros geográficos de influencia global y de nuevas formas de competencia que aparenta cuestionar formas de organización social y modelos sociales plenamente asentados hasta la fecha.

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Este ciclo que se está llevando por delante campos enteros de certezas, conjuntos cerrados de certidumbres, todo lo que hasta ahora nos explicaba de forma sólida, una parte importante de lo que éramos.

En las sociedades europeas el desafío parece estar claro. Qué haremos y cómo lo haremos para que las economías europeas sigan desempeñando un papel relevante en las relaciones económicas globales con el que poder generar un volumen de riqueza suficiente que sirva para mantener el modelo social europeo que decidimos darnos tras la II Guerra Mundial. Cuáles serán los instrumentos con los que competir, producir riqueza y distribuirla para generar empleo y continuar haciendo sostenible un modelo social basado en los principios de la solidaridad y la igualdad de oportunidades y orientado hacia la cohesión social, la convivencia y el mantenimiento de la paz.

La ausencia —todavía— de respuesta, en la frontera de este cambio de tiempo, trae consigo otras problemáticas derivadas. Otras preguntas, también —todavía— sin respuesta.

Surgen respuestas que pretenden la definición de un nosotros solo nacional

Parece que es ahí, en esa atmósfera de incertidumbres, donde se produce este repliegue del ciudadano en su condición previa de individuo, parece que es ahí donde se inscribe esta línea de fractura que empieza a abrirse entre una parte importante de la sociedad y la confianza de esta en los procesos clásicos de participación política, parece que es ahí donde germina la desconfianza creciente en los poderes públicos, la distancia entre representantes y representados y el “no nos representan”.

Parece que es ahí, en el cansancio que produce la ausencia de respuestas certeras y útiles, donde empieza a desplegarse este aparente invierno de nuestro descontento.

“Y el hombre finalmente se ve obligado a afrontar sin ilusiones las condiciones reales de su existencia y sus relaciones con sus semejantes”, decía Engels en el viejo manifiesto.

Parece que es ahí donde también se inscribe otra de las características de esta época de cambio y de frontera. Un repliegue renacionalizador que se extiende por Europa en la búsqueda de una respuesta “propia” ante todo lo que está en proceso de cambio, una inercia —tan simple en su formulación, tan de moda— de búsquedas de repuestas cerradas en marcos nacionales a preguntas abiertas de naturalezas globales.

Como fenómeno derivado —más allá de la inutilidad de una respuesta de proximidad nacional ante un desafío de carácter global— aparecen sugerencias de respuesta, desde las viejas fuentes antimodernas, que pretenden la definición de un nosotros exclusivamente nacional de perfiles nítidos y contenidos homogéneos.

Una vez más, un “nosotros” pretendido en claves de diferenciación del “ellos”, un viaje que aparenta llevar hacia el encuentro con todas las respuestas, que busca explicar las siempre complejas preguntas del quién soy en términos de cálida pertenencia colectiva y el quiénes somos en términos de fría delimitación nacional.

Somos esto porque, en nuestra diferencia nacional ellos son otra cosa.

Es una sugerencia más, de fundamentos románticos. Y merece respeto.

Pero desde una mirada inspirada en ese proceso histórico que llamamos modernidad, en los principios racionalistas de la ilustración, que enfoque con la cámara de los valores clásicos de la socialdemocracia, no seduce. No seduce nada.

Porque sabemos muy bien que ya no existe homogeneidad en la conformación de los sujetos políticos, sabemos de sobra que el derecho de pertenencia se instala —en exclusiva— en el principio de ciudadanía y sabemos que este acepta dentro de sí múltiples y cada vez más diversas formas de vida. Sabemos que el liberalismo, el republicanismo y la socialdemocracia ya le han ganado el debate a las narrativas políticas que pretendían explicarnos a todos entrando en los campos íntimos de los ciudadanos para quitarnos nuestro derecho a sentirnos, pensarnos y definirnos como cada uno de nosotros quiera. Que todas las diferencias se igualan en nuestros sistemas democráticos en un mismo canal de pertenencia —cada vez más abierto y más amplio— instalado en exclusiva en el principio de ciudadanía que nos iguala en la pertenencia, al margen de los campos íntimos de cada uno de nosotros en sus sentimientos y en sus pensamientos.

Sabemos que ya no existe homogeneidad en la conformación de los sujetos políticos

Varios siglos después, ya hemos aprendido que todo eso es de cada uno de nosotros, que forma parte de nuestro propio relato íntimo y que ya no pertenece a la narrativa planteada por ideologías que pretenden hacer todo eso por cada uno de nosotros. Ya hemos aprendido que ahí nadie tiene derecho a decidir, que nadie tiene derecho a entrar, que las preguntas sobre todo eso son de cada uno de nosotros y que, en las respuestas, nadie puede obligarnos a una decisión planteada en términos de disección íntima.

Entre otras cosas porque sabemos, finalmente, que ya no existe posibilidad alguna de defensa de la idea de diversidad hacia fuera entre colectivos, sin reconocimiento inmediato de la idea de pluralidad hacia dentro en la composición interna de cada uno de esos colectivos.

Ese paisaje romántico, esa melodía fácil de un nosotros puro y homogéneo ya no seduce. Ya no seduce nada.

En El paso suspendido de la cigüeña, maravillosa película de Angelopoulos, el director muestra una zona de frontera, una zona de dificultades de la que buscan huir todos los que están allí porque sueñan un refugio cálido, un lugar más sencillo, un sitio más fácil, más cómodo.

Entre todos los personajes hay uno que interpreta Marcelo Mastroianni.

Representa un personaje a contraluz, un migrante que viaja a contraflujo de los que buscan la tierra prometida de lo cálido y lo fácil, un viajero que abandona precisamente su refugio cómodo para dirigirse hacia los paisajes más complejos de la frontera, de las identidades compuestas, hacia los lugares de la injusticia y la desolación, hacia la esquina oscura de los derrotados.

Un personaje valiente que se percibe más auténtico allí, que sabe que su identidad se encuentra en casa precisamente ahí; en el sitio de la complejidad, en el de la injusticia, en el de la dureza de la vida junto a todos esos que en vez de escribir la historia les ha tocado sufrirla.

Ya sabemos que algunos no viajan así, que no nacieron para ese viaje, que no aman esos sitios sino que huyen de ellos, que su ruta es justo la contraria porque no se sienten cómodos allí. No sorprende nada la tierra prometida hacia la que dicen dirigirse.

Lo único que sorprendería es que, a estas alturas y precisamente ahora, nos diera por cambiar de rumbo a nosotros en ese espacio tan admirado de nuestra propia identidad ideológica.

Eduardo Madina es secretario general del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso de los Diputados.

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