Editorial

Cuestión de griegos

Los dirigentes helenos tienen que resolver la contradicción en que han metido a su pueblo

Tras haber agotado todas las posibilidades de engendrar un nuevo Gobierno viable, al presidente griego, Papulias, no le ha quedado otro remedio que tirar la toalla. Es decir, formar un Gobierno provisional al efecto de convocar nuevas elecciones. Lo más necesario es que estas se celebren en el más breve plazo posible, por cuanto la actual situación no deja de gangrenar la economía griega y de desestabilizar la eurozona. Lo más urgente es que los socios de Atenas no se precipiten, paren el reloj y permitan que esta segunda convocatoria a las urnas se desarrolle con las interferencias mínimas. P...

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Tras haber agotado todas las posibilidades de engendrar un nuevo Gobierno viable, al presidente griego, Papulias, no le ha quedado otro remedio que tirar la toalla. Es decir, formar un Gobierno provisional al efecto de convocar nuevas elecciones. Lo más necesario es que estas se celebren en el más breve plazo posible, por cuanto la actual situación no deja de gangrenar la economía griega y de desestabilizar la eurozona. Lo más urgente es que los socios de Atenas no se precipiten, paren el reloj y permitan que esta segunda convocatoria a las urnas se desarrolle con las interferencias mínimas. Por respeto a la autonomía de los votantes, pero también para disponer del suficiente tiempo que permita a la UE articular la nueva agenda del crecimiento reclamada por París, espoleada por Washington, instada por los expertos y los mercados, e indispensable para resolver problemas de estancamiento y asfixia como el de la economía griega. Y más concretamente, para ultimar una suerte de plan Marshall dedicado a Grecia (y quizá también a otros), acompañado de un nuevo calendario de estabilidad presupuestaria, medidas condicionadas a que Atenas cumpla los compromisos solemnemente adquiridos.

Esa tregua olímpica debería serlo también para las advertencias o amenazas convencionales, del tipo de las multiplicadas por Berlín en los últimos días, a las que se ha apuntado también la directora del FMI, Christine Lagarde, según las cuales el peor daño de una retirada del euro se lo infligiría Grecia a sí misma y apenas afectaría a la UE. Es un tipo de presión razonable, incluso quizá certera. Pero que vale más no ensayar. Entre otras razones porque, incluso si la salida del euro —en caso de ser posible y de no ir asociada con una baja del Estado griego en la propia UE— no tuviese un efecto de tormenta financiera en cascada, representaría un fracaso de la unión monetaria, que se entendió desde su creación como una operación “irrevocable”. Especular con “divorcios amistosos” y “salidas voluntarias” sirve para casi nada.

Pero la principal tarea no corresponde en este momento a la UE, sino a los propios dirigentes griegos. El mensaje del electorado en los recientes comicios es a la vez sencillo y arduo de interpretar. Por un lado, la ciudadanía ha optado por mantener su presencia no solo en la UE, sino también en la unión monetaria, opción que respaldan tres cuartas partes de los electores. Por otro, ha mostrado su protesta y recelo, cuando no abierta oposición, a los sacrificios que el anterior designio le impone. Esta contradicción solo puede resolverla una clase dirigente dotada de un liderazgo sólido. No parece evidente que eso exista ahora mismo en Atenas. Pero todos los partidos griegos, destacadamente la nueva izquierda que se ha alzado con el decisivo segundo puesto, deben ser conscientes de que el problema deben resolverlo, en primera instancia, ellos mismos. La Unión puede quizá facilitarles una mayor flexibilidad. Pero nada más.

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