Un país de empresas pequeñas ante un reto grande
No se trata de contar cuántas compañías son; se trata de medir lo que crean. Y, sobre todo, de hacer que crezcan
España está llena de empresas. Millones de ellas. Pero, como ocurre con la demografía, el reto no es solo cuántas hay, sino cómo son, qué producen, dónde están y qué valor aportan. Tras la gran sacudida de 2008 a 2012, el tejido empresarial se purgó y recompuso; tras la pandemia, resistió; y hoy, en pleno primer cuarto del siglo XXI, muestra señales claras de favorable transformación. Es un mosaico muy atomizado, muy terciario y concentrado en pocos territorios. Y, sobre todo, con ...
España está llena de empresas. Millones de ellas. Pero, como ocurre con la demografía, el reto no es solo cuántas hay, sino cómo son, qué producen, dónde están y qué valor aportan. Tras la gran sacudida de 2008 a 2012, el tejido empresarial se purgó y recompuso; tras la pandemia, resistió; y hoy, en pleno primer cuarto del siglo XXI, muestra señales claras de favorable transformación. Es un mosaico muy atomizado, muy terciario y concentrado en pocos territorios. Y, sobre todo, con un talón de Aquiles bien conocido: la productividad. Este es uno de los elementos que destaca el reciente estudio publicado por la Fundación Afi Emilio Ontiveros titulado Radiografía del tejido empresarial español: en busca del crecimiento.
La fotografía más reciente del censo empresarial dice que rozamos 3,25 millones de firmas activas, pero con una distribución extraordinariamente asimétrica. Más de la mitad son iniciativas de personas físicas sin asalariados; el 43% son microempresas de hasta nueve empleados; apenas un 0,6% son medianas y un 0,2% grandes. Una economía, por tanto, sostenida por muchos pequeños motores. Que nadie se engañe: esta es también la norma europea —salvo Alemania, con un tamaño medio más elevado—, pero en nuestro caso se combina con otra característica: menos industria, más servicios. El conjunto del sector servicios (incluido comercio) supone ya el 82,8% de las empresas, mientras que la industria en sentido estricto apenas alcanza el 5,4%. No es una anomalía, es un modelo. Pero todo modelo tiene sus consecuencias. Y en España se resumen en una frase que debería inquietarnos: trabajamos mucho, pero generamos menos valor por empleado que nuestros vecinos. Ahí está el reto.
Si se mira la película completa, tres dinámicas estructurales han marcado el siglo: la atomización persistente, con un tamaño medio de 4,6 empleados por empresa; la terciarización acelerada, que ha consolidado el dominio de los servicios y reducido el peso de la industria; y la concentración geográfica, con Cataluña, Madrid, Andalucía y la Comunidad Valenciana aglutinando más del 61% de las empresas. Madrid destaca en grandes corporaciones, sobre todo en los sectores de servicios; Cataluña, en densidad industrial; y el arco País Vasco–Navarra–La Rioja–Aragón mantiene una especialización industrial elevada. Baleares sobresale en construcción y servicios asociados al turismo. La suma de estos vectores dibuja un país empresarial muy parecido al europeo en estructura —salvo Alemania, outlier por tamaño y por peso industrial—, pero con una particularidad: producción aparente por empleado más baja en todos los segmentos. Respecto a la UE, el diferencial ronda el −20% y frente a Alemania aproxima el −30%.
Ser menos productivos no ha impedido mejorar la rentabilidad. Es quizá la sorpresa más interesante del estudio: las pymes españolas han convergido con sus pares europeas en margen sobre ventas y en rentabilidad sobre activos desde la gran crisis financiera. A fuerza de ajustar, resistir y profesionalizarse, muchas pequeñas y medianas compañías han ganado eficiencia operativa. Y han capitalizado buena parte de esos beneficios: la ratio de fondos propios sobre activo se ha duplicado en década y media hasta rozar el 50%; al tiempo, el peso de la deuda bancaria en balance cayó más de 10 puntos, en un permanente esfuerzo de desapalancamiento. En la práctica, son más solventes.
¿Cómo se explica esa “paradoja” de rentabilidad al alza con productividad que mantiene baja? En parte por el valor diferencial de la cercanía, pero sobre todo por el lado de los costes: el coste laboral unitario español es 20%-30% inferior al de la zona euro y Alemania, en línea con la brecha de productividad. En buena medida competimos habiendo ajustado los salarios relativos más que elevando valor. Es eficaz en el corto plazo; es frágil en el largo.
Aumentar el tamaño medio y apostar por sectores de mayor valor añadido ayuda, pero no basta: incluso dentro de cada sector y en todos los tamaños, la productividad española es inferior a la europea. En industria la brecha es menor (−7%), pero en construcción, comercio y “resto de servicios” se ensancha (−12% a −19%). La conclusión es nítida: además del “dónde estamos” (sector) y el “cuánto somos” (tamaño), hay un “cómo trabajamos” que marca la diferencia: organización, tecnología, procesos, talento y gobierno corporativo.
Y otra pieza clave: la financiación ya no es excusa para no crecer. La oferta bancaria mejoró, tanto en volumen disponible como en condiciones de concesión, y el capital riesgo —aunque lejos de niveles anglosajones— creció en volúmenes de inversión y captación, aportando no solo dinero, también asesoramiento, redes y credibilidad. Según la evidencia internacional, las empresas apoyadas por capital riesgo crecen más rápido y sobreviven mejor. Que la pyme española no crezca, hoy parece deberse menos a la falta de financiación, y más a decisiones de gestión y apetito por el riesgo. El estudio no se queda en el diagnóstico, sino que lleva a cabo un ejercicio de seguimiento de una amplia muestra de empresas medianas —casi 9.000, empleando a más de un millón de personas— en su dinámica de crecimiento año a año, para identificar a las líderes, o scalers, como las denomina la OCDE, que apoya la exhibición de dichas mejores prácticas como factor estimulador del crecimiento.
Lo más gratificante y esperanzador es que ese top 100 de empresas medianas líderes en crecimiento se extiende en sectores y territorios muy diversos. En la década y media desde la crisis financiera multiplicaron por más de diez sus ventas, y por ocho su plantilla, invirtieron el doble que la media, y obtuvieron una productividad y rentabilidad un 50% más elevada que la media.
Por otra parte, más de la mitad de ellas dieron el salto a la categoría de gran empresa, poniendo de manifiesto que cuando hay estrategia y ambición por crecer, son menos relevantes esos umbrales de tamaño que a menudo se esgrimen como freno al crecimiento en tanto en cuanto impone mayores exigencias contables, fiscales o laborales.
Pero sobre todo constituyen un claro estímulo para muchas otras empresas. El país que pronto va a alcanzar 50 millones de habitantes necesita también 50.000 medianas empresas ambiciosas repartidas por todos los territorios. No para sustituir a la gran empresa —imprescindible por escala, capital y mercados—, sino para crear densidad productiva y oportunidades cerca de donde vive la gente. Sería muy útil para contribuir al reequilibrio territorial: menos dependencia del centro, más valor en la periferia.
Volvamos a la productividad como reto de las empresas; de la capacidad de crecimiento del país, en definitiva. Si no la “gobernamos”, será la productividad —o su falta— quien nos gobierne: con salarios contenidos, con menos valor añadido, con menor resiliencia ante shocks. España ha demostrado su capacidad para mejorar su salud financiera; ha demostrado que puede converger en rentabilidad; ha demostrado —con un centenar de scalers— que es posible crecer en tamaño, innovación y márgenes. Ahora toca convertir la excepción en regla. Y hacerlo con una agenda que mire de frente lo que somos —muchas pequeñas, pocas grandes, mucho servicio, poca industria— y actúe sobre lo que nos falta: valor por empleado. No se trata de contar cuántas son; se trata de medir lo que crean. Y, sobre todo, de hacer que crezcan.