El valor que no se mide
La riqueza que se comparte más allá de los accionistas también genera una ventaja competitiva
Pongamos por caso que una tecnológica gana 60 millones de euros anuales y un rival suyo, de tamaño y facturación similares, logra beneficios de 65 millones. Si las comparamos, esta última es más rentable para sus accionistas y, por tanto, más competitiva. Parece claro, ¿no?
Pongamos ahora que, como en el estudio de más de 14.000 empresas belgas que he realizado junto con David Kryscynski, de la Universidad de Rutgers, medimos...
Pongamos por caso que una tecnológica gana 60 millones de euros anuales y un rival suyo, de tamaño y facturación similares, logra beneficios de 65 millones. Si las comparamos, esta última es más rentable para sus accionistas y, por tanto, más competitiva. Parece claro, ¿no?
Pongamos ahora que, como en el estudio de más de 14.000 empresas belgas que he realizado junto con David Kryscynski, de la Universidad de Rutgers, medimos la masa salarial de ambas tecnológicas en relación con los sueldos de mercado del sector. Con una masa salarial acorde a la remuneración de mercado de 30 millones de euros, la tecnológica más rentable ha pagado a sus empleados justamente esa cantidad. En cambio, la menos rentable ha remunerado a los suyos con 40 millones, es decir, 10 millones más. ¿Seguimos pensando que la más rentable es también la más competitiva de las dos?
La respuesta a esta pregunta pone en evidencia las limitaciones de la evaluación tradicional de la ventaja competitiva. Basada en un concepto del valor que prima la cuenta de resultados y la maximización de la rentabilidad de los accionistas, arroja una imagen incompleta e incluso potencialmente errónea de las empresas. Es más, penaliza a aquellas que deciden compartir una porción importante de sus beneficios con los empleados y otros grupos de interés, como los proveedores, las comunidades donde operan, la sociedad en su conjunto y el medio ambiente. Retomando nuestro ejemplo, la tecnológica menos rentable ha creado más valor al pagar a sus empleados muy por encima del mercado, pero esa diferencia no aparece reflejada en la cuenta de resultados de la empresa, lo que influye negativamente en cómo la percibimos todos, desde analistas e inversores hasta nosotros mismos.
Y ahí tenemos la clave. Ese valor —porque no otra cosa es la riqueza que una empresa distribuye entre sus grupos de interés más allá de los accionistas— no se aprecia porque no se mide. Es una anomalía que acusan, paradójicamente, las compañías que han adoptado una visión más holística y responsable de su propósito como instituciones generadoras de riqueza. Aunque la apuesta consciente por crear valor para todas las partes interesadas va ganando terreno, todavía no se tiene en cuenta a la hora de evaluar la competitividad de las empresas. Hay renuencia a incluir ese valor en los informes financieros porque sigue viéndose como una desventaja para atraer inversores. De nuevo, la realidad se topa con la inercia de la percepción.
Y para cambiar la percepción, nada mejor que los datos o, para ser más precisos, su medición. En las últimas décadas, gran parte de la investigación sobre estrategia empresarial se ha propuesto comprender por qué algunas compañías alcanzan mejores resultados que otras. Sin embargo, ha puesto el foco en los beneficios económicos siguiendo el modelo tradicional de evaluación de la competitividad. La teoría de los grupos de interés ha contrarrestado ese sesgo ampliando la definición de ventaja competitiva, pues sugiere que debería considerarse como tal la cuota de beneficios que captan los grupos de interés no accionistas, que podría ser significativa. Pero lo cierto es que este enfoque no ha logrado articular métodos que midan cuánto se benefician los demás grupos de interés con respecto a los accionistas y cuánto varía ese reparto del valor entre unas empresas y otras.
Nuestro estudio aporta una nueva metodología para medir la cuota de beneficios que va a parar a los grupos de interés no accionistas. Tras aplicarla específicamente a los empleados de todas las empresas belgas entre 2008 y 2016, comprobamos que muchas les pagaban muy por encima de los salarios de mercado. En concreto, esa diferencia equivalía de media al 86% de los beneficios netos. El hecho de que las propias compañías asignen semejante valor a sus empleados viene a corroborar la necesidad de revisar cómo evaluamos la ventaja competitiva. Para hacerlo de forma fiable y fidedigna, hay que incorporar la riqueza que las empresas distribuyen entre los grupos de interés no accionistas a la medición del valor que crean.
Dicho de otro modo, si una compañía reporta menos beneficios que otra no tiene por qué significar que sea menos competitiva. Como ya hemos visto, puede que simplemente comparta más valor con los grupos de interés no accionistas que su rival.
De hecho, en la ecuación de la competitividad entran en juego otros factores relacionados con los grupos de interés no accionistas. Por voluntad propia o por necesidad estratégica, las empresas pueden darles prioridad con salarios competitivos y programas de bienestar, precios justos para los proveedores, iniciativas sostenibles y el compromiso activo con la sociedad. Estas prácticas favorecen la lealtad, la innovación y las relaciones duraderas, lo cual genera una ventaja competitiva que no necesariamente aparece en los informes financieros. Aunque no aumenten inmediatamente la rentabilidad de los accionistas, crean un valor crucial al garantizar la competitividad a largo plazo.
Se trata, en definitiva, de repensar nuestro concepto de la rentabilidad empresarial: no todo gira en torno a la cuenta de resultados ni las empresas dejan de ser competitivas por destinar menos beneficios a los accionistas. Con esto no queremos decir que los accionistas y los inversores no sean importantes. Todo lo contrario, los necesitamos y ellos deben obtener beneficios para seguir aportando capital.
Pero también es importante tener en cuenta los beneficios de los demás grupos de interés. Por un lado, una nueva evaluación de la competitividad que vaya en esa dirección ayudará a las propias empresas a entender mejor el verdadero valor económico que crean y, en consecuencia, a tomar decisiones estratégicas más informadas, como por ejemplo la integración de prácticas éticas y sostenibles. Por el otro, les permitirá demostrar que compartir más valor que sus rivales puede indicar una mayor ventaja competitiva. Porque, si de algo ya no puede haber duda, es que el valor total de una empresa —la suma de toda la riqueza que genera y comparte— es lo que realmente constituye la ventaja competitiva.