La demografía nos atropella
Hemos de prestarles una atención destacada a los millones de personas que necesariamente hemos de seguir integrando en los próximos años
Las generaciones actuales, a lo largo de su existencia, asisten a cambios vitales, sociales y económicos que no han podido vivir otras anteriores. No me refiero solo a aquellos inducidos por la exponencial innovación técnica y tecnológica, que tiene ahora un impacto más intenso y extenso en nuestras vidas que en cualquier época pasada. Tanto más cuanto que nuestras vidas son hoy felizmente mucho más largas que en ningún otro momento. Ni siquiera a los evidentes...
Las generaciones actuales, a lo largo de su existencia, asisten a cambios vitales, sociales y económicos que no han podido vivir otras anteriores. No me refiero solo a aquellos inducidos por la exponencial innovación técnica y tecnológica, que tiene ahora un impacto más intenso y extenso en nuestras vidas que en cualquier época pasada. Tanto más cuanto que nuestras vidas son hoy felizmente mucho más largas que en ningún otro momento. Ni siquiera a los evidentes cambios que se producen en nuestro propio entorno natural y climático, a los que, dada su inusitada velocidad, prácticamente asistimos resignados ante la adversidad.
Quiero poner el foco en el impacto diferencial derivado de las alteraciones demográficas que se están produciendo a una velocidad aún mayor. Por supuesto que a lo largo de la historia se dieron otras. Pero, en general, su afección fue local y ocasional, y mayoritariamente estuvieron vinculadas a guerras, enfermedades o desastres naturales. Hoy en día, los cambios demográficos tienen un carácter sistémico y global; condicionan con una intensidad y rapidez, como nunca lo hizo antes, el desarrollo de muchas sociedades y países al mismo tiempo. En consecuencia, han de formar parte de la preocupación y de los grandes retos que deben afrontar tanto cada país como la propia comunidad internacional en su conjunto, probablemente con tanta o más premura que esos otros grandes cambios que están aconteciendo y a los que no es ajena la demografía.
Aunque con intensidades muy distintas, el reto demográfico compartido por la mayoría de los países, incluido el nuestro, consistía hace pocas décadas en cómo proporcionar y aumentar la calidad de vida de una población fuertemente creciente. Una población mundial que los más jóvenes de la generación boomer española hemos visto multiplicar por tres en los últimos 65 años, hasta alcanzar 8.200 millones de personas actualmente. Esto es, hoy convivimos en el mundo con el triple de personas que cuando nacimos. Una población que seguirá en ascenso todavía en su último coletazo hasta llegar a un máximo de poco más de 10.000 millones de personas antes de acabar este siglo, para, según las últimas y recientes previsiones de la ONU, iniciar posteriormente un descenso. La dinámica cambiante de la natalidad, junto con los extraordinarios avances de la longevidad de los que disfrutamos, y cuyos factores determinantes son de todos conocidos, soportan esta evolución.
Pero ese comportamiento global está lejos hoy de ser compartido en todas las zonas y países. En 63 de ellos, que contienen casi el 30% de la población mundial, sus poblaciones ya alcanzaron un máximo antes de 2024. Entre ellos China, quien fue el paradigma de crecimiento poblacional en buena parte de este periodo pasado. También en Alemania, Japón o la Federación Rusa, por señalar países con características diversas.
También lo ha alcanzado ya España hace años, cuyas ultrabajas tasas de fecundidad desde algún tiempo (1,12 hijos por mujer actualmente) están muy lejos de permitir siquiera que se mantenga el tamaño de la población española. Y ello a pesar de nuestra envidiablemente alta y creciente esperanza de vida. El crecimiento vegetativo de la población residente en España empezó a ser negativo hace ocho años: de media, 150.000 personas anuales menos en los últimos tres, y ese ritmo se acrecentará. Tanto que, si prescindimos de los movimientos migratorios, el INE proyecta en su más reciente simulación para los próximos 50 años un dramático descenso de la población española: hasta 32 millones de personas desde los 48,5 millones actuales.
De hecho, son precisamente los flujos migratorios, a falta siquiera de un mínimo crecimiento vegetativo, el componente más dinámico de los cambios demográficos en la mayoría de los países de nuestro entorno. En definitiva, la única fuente de que, en la última década, pero desde luego en las próximas, pueda mantenerse un tamaño y estructura de población suficiente para sostener nuestra estructura productiva. Y simultáneamente, para “sostener” una población mucho más envejecida y dependiente.
España ha incorporado a más de siete millones de personas nacidas en el extranjero en este primer cuarto de siglo, pero necesitará incorporar muchos millones más a lo largo de las próximas décadas. Representan hoy casi dos de cada diez personas en nuestro país, cuando a inicios de este siglo su peso era marginal. Pues bien, en el horizonte dibujado por el INE, esa ratio de nacidos en el extranjero tendrá que ser del 40% para que el flujo de inmigración permita que la población residente en España sea algo superior a la actual. Esto es, para que, salvo un sustancial e inesperado aumento de la tasa de actividad y de la productividad, no se ponga en riesgo un crecimiento económico razonable. Téngase en cuenta que aun en esa situación, en la que llegarían a incorporarse 12 millones de personas más no nacidas en España, cuatro ocupados tendrían que “sostener” a tres personas dependientes (asumiendo técnicamente los menores de 16 y mayores de 65), cuando ahora la ratio es de dos por uno.
El impacto de la demografía va más allá si, además de a la propia población, prestamos atención a la formación de hogares, las unidades de convivencia básicas en las que se agrupa. Los hogares son ahora más diversos en su composición, pero sobre todo son y serán mucho más pequeños. Ya hoy algo más de la mitad de los españoles están compuestos por una o dos personas (un tercio no hace muchas décadas). Pero es que en apenas 15 años estos “minúsculos” hogares representarán prácticamente dos terceras partes del total. Si a ello superponemos el proceso estructural de concentración territorial en grandes polos urbanos, con la correspondiente acentuación de la regresión poblacional en muchas otras partes del territorio, emergen nuevos ingredientes: la inadecuación de muchas viviendas existentes por su conformación o localización y, en el otro extremo, su escasez y enorme carestía allí donde se necesitan. No es sino la punta del iceberg de un problema demográfico con enormes implicaciones económicas y sociales que, aunque probablemente con mayor intensidad ahora en España, compartimos con otros países europeos.
El último, personal y sugerente libro de Manuel Vicent, Una historia particular, comienza así: “La vida, como el violín, solo tiene cuatro cuerdas: naces, creces, te reproduces y mueres. Con estos mimbres se teje cada historia personal con toda una maraña de sueños y pasiones que el tiempo macera a medias con el azar”. Ahora todo macera más rápido, también los cambios demográficos. La demografía nos atropella. Hemos de prestarles una atención destacada a los millones de personas que necesariamente hemos de seguir integrando en los próximos años. Y, aunque no solo, a la escasez de vivienda accesible que van a requerir los muchos nuevos y pequeños hogares formados fundamentalmente por los jóvenes y por esa población inmigrante. Sobre ellos se asentará inevitablemente buena parte de la estructura productiva española, no ya en las próximas décadas, también en los próximos años.
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