Exigencias de capital y cambio climático
Teóricamente, un préstamo verde tiene menos riesgo que uno que no lo es y debería pedirse menos capital
El sistema financiero está llamado a jugar un papel clave en la transición energética hacia la economía verde, como canalizador de las ingentes inversiones que los agentes económicos, privados y públicos, necesitan acometer para alcanzar los objetivos del Acuerdo de París de 2015. Dado el papel preponderante de la intermediación bancaria en la Unión Europea, la banca europea es indudablemente el actor princ...
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El sistema financiero está llamado a jugar un papel clave en la transición energética hacia la economía verde, como canalizador de las ingentes inversiones que los agentes económicos, privados y públicos, necesitan acometer para alcanzar los objetivos del Acuerdo de París de 2015. Dado el papel preponderante de la intermediación bancaria en la Unión Europea, la banca europea es indudablemente el actor principal. Las instituciones europeas han adoptado dos caminos, paralelos pero distintos, para que los bancos movilicen sus inversiones hacia la transición energética: el político y el prudencial.
El camino político se enmarca en el European Green Deal, a través del que aspiramos a desarrollar nuestra economía en el año 2050 en un contexto de emisiones netas nulas de dióxido de carbono. Dos de sus iniciativas son clave para el sector bancario: la taxonomía “verde” y el green asset ratio. Por un lado, la Comisión Europea está en el proceso de identificar los criterios bajo los que las actividades económicas se puedan considerar “verdes”. Y, por otro lado, simultáneamente, los bancos informarán en el futuro de su green asset ratio (de aplicación progresiva hasta el año 2024), es decir, del porcentaje de sus activos e ingresos que son “verdes”, por ser consistentes con la taxonomía. No se establece un porcentaje mínimo de cumplimiento, pero se espera que los bancos —debido a la presión del público y del mercado y de la comparación con sus competidores— incrementen sustancialmente sus inversiones en la economía verde y contribuyan así a los objetivos europeos. Aunque tanto la taxonomía como esta ratio son aplicables para todas las empresas de un cierto tamaño, su importancia para el sector bancario se antoja trascendental por su citado papel central en la intermediación financiera.
Este camino político no guarda relación con el riesgo de los activos bancarios; pero, sin duda, generará incentivos claros para que los bancos aumenten su cartera de préstamos y bonos verdes. El impacto que estos incentivos pueden tener sobre la distribución del crédito y, más en general, sobre la estabilidad financiera exigiría, en mi opinión, tratarlos con cautela. En primer lugar, porque la taxonomía, si bien avanzada, no está ni mucho menos completa. Además, lo que no es verde no tiene por qué ser marrón (o rojo), y es previsible que, de seguir con la vía iniciada, exista un amplio grupo de actividades económicas que sin encajar nítidamente en un color u otro sufran, sin embargo, de manera desproporcionada en precio y disponibilidad del crédito. En segundo lugar, la taxonomía y el green asset ratio tienen cierta reminiscencia de los antiguos coeficientes de inversión obligatoria, donde los Estados obligaban a los bancos a destinar como mínimo una parte de sus inversiones a ciertos sectores, llamados a desempeñar un papel central en la política industrial y comercial del país. Es evidente que los sectores no incluidos en la lista se encontraban en riesgo de infrainversión. Los coeficientes como herramientas de planificación financiera centralizada fueron muy populares antes de la Segunda Guerra Mundial y tras ella, y no solo en el mundo comunista. No obstante, a partir de los años setenta, este enfoque de encaje o guided lending comenzó a dar paso, especialmente en el mundo occidental, a un sistema de regulación prudencial basado en el riesgo. En este modelo subyace la idea de que las decisiones de inversión las tienen que adoptar los bancos (y no los Estados), y que la regulación debe limitarse a garantizar que los bancos midan, cubran, controlen y mitiguen sus riesgos, y, en particular, que mantengan suficiente capital para cubrir los riesgos de sus inversiones.
El segundo camino —el de la regulación y supervisión prudencial— ha sido hasta ahora “complementario”, pero quizá mucho más natural. El punto de partida es claro: el cambio climático expone a la banca a riesgos físicos (sequías, incendios, incrementos del nivel del mar, etcétera) y de transición (pérdida de valor de ciertos activos por las decisiones políticas y otros factores tecnológicos y sociales) que los bancos deben gestionar y controlar, dado que su materialización puede tener un impacto negativo en sus resultados, solvencia y liquidez. En la Eurozona, el BCE ha lanzado no pocas iniciativas para garantizar que los bancos comiencen a tener en cuenta estos riesgos en la gestión de sus negocios. Quizá las más importantes, aunque no las únicas, son la amplia guía publicada en el año 2019 y el test de estrés climático que se realizará durante el primer semestre de 2022.
Pero el verdadero elefante en la habitación de este segundo camino es la posibilidad de ajustar los requerimientos de capital para los bancos en función de su exposición a los riesgos derivados del cambio climático. Teóricamente, un préstamo verde tiene menor riesgo que el que no lo es, ceteris paribus, y, por tanto, debería merecer un menor requerimiento de capital. Hasta la fecha, los impulsores de estas medidas abogan por los llamados factores de soporte verde, de acuerdo con los que un préstamo verde recibiría una reducción en los requerimientos de capital, tal y como sucede con los préstamos a pymes en la UE. Por ahora, el único país que lo ha implementado ha sido Hungría con los préstamos para mejorar la eficiencia energética de los inmuebles.
La cuestión se complica cuando se trata de estimar los requerimientos de capital para los riesgos climáticos de una forma más global. La lista de problemas no es corta ni poco relevante. En primer lugar, los riesgos climáticos se materializarán durante las próximas décadas, mientras que la regulación ordena mantener capital para cubrir las pérdidas inesperadas para el próximo año. En segundo lugar, los problemas relacionados con la disponibilidad de información son clave: los modelos internos de capital de los bancos se nutren invariablemente de información pasada como base para estimar las pérdidas futuras. Dado que las pérdidas por el cambio climático aún no se han producido, esas bases de datos no existen. No son tampoco menores las cuestiones metodológicas.
Conscientes de estas dificultades, los reguladores han optado por darse un tiempo para decir cómo los riesgos climáticos pueden integrarse en los requerimientos de capital. La EBA emitirá un informe en 2023, mientras que se espera que el Banco de Inglaterra ofrezca también su visión. Por otro lado, en el ámbito internacional no parece que el Comité de Basilea esté en condiciones de adoptar un acuerdo ni en el corto ni en el medio plazo. Las alternativas son múltiples: un ajuste en Pilar I a través del riesgo de crédito, el operacional o el riesgo de mercado parece el camino final. Sin embargo, se antoja poco discutible que mucho antes los supervisores ya comenzarán a integrar estos riesgos, al menos parcialmente, en el Pilar 2, a través de las calificaciones de SREP y de los test de estrés climáticos. Otro camino posible es el macroprudencial.
Independientemente de cómo se articulen estos requerimientos, parece imprescindible respetar su carácter prudencial. Estos deben utilizarse para cubrir los riesgos derivados del cambio climático, pero no como mecanismo para mitigar o evitar sus efectos. El principio fundamental debe continuar siendo que los bancos dispongan de unos mecanismos de gobierno y de gestión de riesgos que les permitan tomar sus decisiones de inversión de acuerdo con sus propios criterios de riesgo y rentabilidad, y los bancos, como es natural, factorizarán los riesgos climáticos en tales decisiones. Cualquier otro camino es susceptible de crear problemas de estabilidad financiera, legitimidad e intermediación crediticia.
Carolina Albuerne es abogada de Uría Menéndez.