Provincianismo presupuestario
En una era global de coaliciones frágiles y retos económicos abismales, el deber de presentar un proyecto de manera anual es perverso
Un virus recorre España: el provincianismo presupuestario. Se discute del presupuesto para 2026 desde una campana neumática. Se ignoran las lecciones cercanas. La caótica inestabilidad en Francia es causa y efecto del fiasco en las cuentas públicas: lleva ocho primeros ministros en ocho años, uno por ejercicio...
Un virus recorre España: el provincianismo presupuestario. Se discute del presupuesto para 2026 desde una campana neumática. Se ignoran las lecciones cercanas. La caótica inestabilidad en Francia es causa y efecto del fiasco en las cuentas públicas: lleva ocho primeros ministros en ocho años, uno por ejercicio (nosotros, uno en siete): la enferma de Europa. La precedió Alemania, que mudó coalición gubernamental por el lío en el freno a la deuda armado por los (difuntos) neoliberales. Cosas parecidas suceden o sucedieron en Países Bajos, en Bélgica, por doquier.
También en EE UU. El último presupuesto federal completo se aprobó en 1997. Sí: ¡1997! Desde entonces se remienda cada año, a modo de semiprórrogas, mediante “resoluciones de continuidad”, una suerte de enmiendas y ampliaciones de crédito bastardas. Rompecabezas de andrajos. Pero transitables.
Nosotros nos agarramos a la Constitución. Bravo. Obliga a que “el Gobierno deberá presentar ante el Congreso” los presupuestos del Estado (artículo 134.2). Bravo, pues es la ley económica crucial: fija objetivos, les asigna recursos, posibilita el control ciudadano. Pero reza “presentar”; y no “que prospere”: si el Gobierno no los presenta, capota. Si no se aprueban, otros comparten el mal. Todos deberán responder.
La Constitución impone también un deber obsoleto. Que los presupuestos tengan “carácter anual”. Cámbiese o reinterprétese. En era global de coaliciones frágiles y retos económicos abismales, ese deber es perverso. Si queremos aprender, acudamos a la historia europea. Al gran precedente. Tras la segunda crisis petrolera en 1979, la Comunidad Económica Europea entró en recesión, y en shock: hasta los coches circulaban solo por días alternos. Abrió la era de presupuestos falseados por déficits excesivos y ocultos aplazados, lo que luego sus hombres de negro castigarían a los socios débiles en 2010-2012.
Los ingresos no cubrían gastos disparados: porque Margaret Thatcher reclamaba I want my money back (Devuélveme mi dinero) y se le satisfacía el “cheque británico”; por la inaplazable reforma de la costosa política agrícola común productivista; por la urgencia de una política de cohesión para acoger a los candidatos del Sur (España y Portugal, desde 1986). El nudo imposible se cortó sabiamente desde 1985/1988, con Jacques Delors. Mejoraron los ingresos con el “recurso PNB” (cuotas directas de cada socio). Y se rediseñó el presupuesto como mera aplicación de un paquete presupuestario quinquenal, el hoy Marco Financiero. Plurianual: ahora, de siete ejercicios. Y flexible, por revisable a mitad de período.
No era una coyuntura idéntica, claro. Pero sí inspiradora para explorar salidas que favorezcan acuerdos políticos. Y primen nuestra primera prioridad, la gran inversión pública (y privada y mixta), que exige por definición planificación y maduración de largo plazo, en varios ejercicios. Plurianual.
Para encuadrarla mejor a los lectores, planteé esta semana esta hipótesis en una sesión pública del Cercle d’Economia barcelonés. Ponentes de distinto perfil sintonizaron. El socialista discrepante Jordi Sevilla asintió. El fichaje emergente del PP, Alberto Nadal, la asumió, sugirió aplicarla reformando la Ley de Estabilidad, sin tocar la Constitución. La presidenta de la Airef, Cristina Herrero, anunció que pensaba incorporarla al próximo documento de su entidad. Bravo.