La gran subasta de la globalización: EE UU, China y Europa tiran de chequera para dominar sectores clave

La guerra de subsidios alentada por Washington amenaza con provocar una desbandada de empresas europeas para producir al otro lado del Atlántico

El presidente estadounidense Joe Biden junto a su homólogo chino Xi Jinping, en el G20 celebrado en Indonesia el pasado noviembre.KEVIN LAMARQUE (REUTERS)

La globalización ha dejado de ser un terreno de juego neutro —si es que alguna vez lo fue— donde las empresas analizan los costes salariales, el tamaño del mercado, la seguridad jurídica, o las facilidades de transporte para decidir dónde instalan sus fábricas. Un nuevo actor, el Estado, ha irrumpido con fuerza, cargado de programas de subsidios multimillonarios, para enviar al baúl de los recuerdos la máxima capitalista del laissez-faire. La idea de que los poderes públicos no deben intervenir porque el sistema es capaz de autorregularse ha quedado sepultada bajo el convencimiento occi...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

La globalización ha dejado de ser un terreno de juego neutro —si es que alguna vez lo fue— donde las empresas analizan los costes salariales, el tamaño del mercado, la seguridad jurídica, o las facilidades de transporte para decidir dónde instalan sus fábricas. Un nuevo actor, el Estado, ha irrumpido con fuerza, cargado de programas de subsidios multimillonarios, para enviar al baúl de los recuerdos la máxima capitalista del laissez-faire. La idea de que los poderes públicos no deben intervenir porque el sistema es capaz de autorregularse ha quedado sepultada bajo el convencimiento occidental de que cruzarse de brazos es sinónimo de regalar a China —sin reparos a la hora de entregar ayudas— la hegemonía de ciertos sectores estratégicos, básicamente los relacionados con el clima, la energía y la tecnología. Así ocurrió con la producción de placas solares, prácticamente monopolizada por compañías del gigante asiático, que surten al mundo, en pleno auge de las renovables, sin apenas competencia por sus bajos precios.

La pugna comercial en marcha ha sido un baño de realidad para Europa. Puede que EE UU lleve más de un año siendo un importante aliado en el conflicto de Ucrania, pero la competición económica es otra cosa. Incluso cuando en el Despacho Oval se sienta Joe Biden, un demócrata, tradicionalmente percibidos como menos tentados por los cantos de sirena del nacionalismo económico y más partidarios de cuidar la relación transatlántica. La nueva política industrial que Estados Unidos está diseñando a través de la Ley de Reducción de la Inflación y la de Chips y Ciencia (ambas de agosto de 2022), y la de Inversión en Infraestructuras y Empleos (de noviembre de 2021), despliega una oleada de atractivos incentivos para que las empresas produzcan en suelo americano. Y eso choca con los intereses europeos: en muchos casos, hacerlo allí significará que no se establecerán en los Veintisiete, o peor aún, que se irán en el caso de las que ya están.

La Ley de Reducción de la Inflación (IRA, por sus siglas en inglés) ha sido el desencadenante del malestar europeo. Su potencia de fuego es de 369.000 millones de dólares (cerca de 350.000 millones de euros) en los próximos diez años para reforzar la seguridad energética y combatir el cambio climático, aunque aspira a movilizar mucho más. Las subvenciones promoverán energías limpias como el hidrógeno verde, los proyectos solares y eólicos y combustibles para aviación más sostenibles e incentivarán la producción de minerales críticos necesarios para las baterías de los coches eléctricos, como el litio, el níquel, el manganeso y el grafito, de los que China es ahora uno de los grandes proveedores. El poderoso paquete de subvenciones y recortes fiscales también prevé ayudas de 7.500 dólares para los consumidores por la compra de coches eléctricos nuevos, siempre que al menos un 40% de las materias primas usadas para la batería del coche se extraigan en Estados Unidos o en un país con el que tenga firmado un acuerdo de libre comercio.

Modelo de Volkswagen eléctrico presentado en Dresde por la marca alemana, el pasado 1 de marzo. JENS SCHLUETER (AFP)

La música puede tener una melodía atractiva si se escucha superficialmente, pues son medidas beneficiosas para el planeta que ayudan a cumplir con el Acuerdo de París. Pero cuanto más la escuchan sus socios europeos, menos les gusta. Para el laboratorio de ideas Bruegel, con sede en Bruselas, Europa sufrirá las consecuencias. “La IRA podría tener un impacto directo en el comercio y las decisiones sobre dónde ubicar la producción”, advierte en un análisis. Según sus cálculos, reducirá el precio medio de un vehículo en alrededor de una quinta parte, lo que volverá menos competitivos los coches eléctricos excluidos de los créditos. “Esto podría tener un impacto sustancial en la capacidad de las empresas automotrices extranjeras de mantener sus actuales cuotas en el mercado estadounidense. Para la UE, podría haber grandes pérdidas en sus exportaciones a EE UU”, añade.

Vista la reacción del sector, no parece que las de Bruegel sean predicciones apocalípticas. En un reciente mensaje en la red social LinkedIn, el directivo de Volkswagen Thomas Schmall lanzaba un llamativo aviso a las autoridades europeas: “Hoy en día, el negocio de las baterías está liderado por empresas asiáticas. Y mientras Estados Unidos se está poniendo al día gracias a la IRA, Europa se está quedando cada vez más rezagada. Las condiciones de la IRA son tan atractivas que Europa corre el riesgo de perder la carrera por los miles de millones de inversiones que se decidirán en los próximos meses y años”.

El mensaje fue algo así como un mal augurio de lo que estaba por venir. Semanas después, la marca alemana suspendió sus planes de instalar una planta en Europa del Este, y se plantea en su lugar llevarla a EE UU, donde podría recibir hasta 10.000 millones de euros en subvenciones. El cambio de idea está pendiente de materializarse, a la espera de conocer si hay una ambiciosa respuesta europea al plan estadounidense que le haga más rentable quedarse. El poder del dinero público, más que nunca, manda sobre las decisiones corporativas.

La percepción es que Europa, pese a las ingentes ayudas del plan de recuperación NextGenerationEU, se está quedando atrás. De esa opinión es Carsten Brzeski, jefe global de Macro de ING. “La UE llega muy tarde a la fiesta. EE UU y China comenzaron la carrera por los subsidios mucho antes. Para la UE, la gran pregunta será si realmente podemos cerrar la brecha con EE UU y China. Probablemente no. Para mí, el mayor ganador de la carrera será EE UU, dado que tiene energía propia (y de bajo precio), un sector de tecnología punta altamente competitivo y una fuerte innovación. Además de un mercado interior que funciona correctamente”, sostiene por correo electrónico.

¿Proteccionismo?

Las posturas van desde los que acusan a EE UU de adentrarse en una deriva proteccionista al alentar la producción en su suelo de un modo que atenta contra las reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC), a los que defienden su actuación y la califican de inteligente. En este último grupo está Roland Gillet, profesor de Economía Financiera en la Universidad de la Sorbona de París y en la Universidad Libre de Bruselas. “El proteccionismo es lo contrario a lo que hace EE UU, porque ofrecen ventajas fiscales a empresas que no son americanas, mientras que nosotros queremos que sigan produciendo aquí, aun siendo menos competitivos energéticamente. Europa podría dar las mismas ventajas si quisiera ser competitiva, pero eso cuesta muy caro. A diferencia de Europa, EE UU no se ha visto tan golpeado por la crisis de los precios del gas y el petróleo, por lo que ahora tienen medios para animar a empresas extranjeras a producir allí. Es muy astuto. Igual que China, que ha llegado a acuerdos de suministro energético con Rusia para comprar más barato lo que no puede vender a Europa”.

Joaquín Almunia, comisario europeo de Competencia entre 2010 y 2014, no opina igual. Critica que la IRA estadounidense promueve una competencia desleal contraria a las normas de la OMC, y cree que la UE debe entablar conversaciones cuanto antes para que haya una rectificación. “Es necesario alcanzar un acuerdo con Washington antes de que se extiendan sus consecuencias negativas sobre la localización de inversiones europeas”, estima. Almunia señala que la UE está tomando medidas para minimizar su impacto, como flexibilizar el control de las Ayudas de Estado para que los países tengan más margen para subsidiar a la industria, planes de apoyo al sector de los semiconductores y a las tecnologías verdes, y otras ayudas que ya estaban vigentes antes.

El problema es que no todos los países de la UE tienen la misma capacidad de actuación, porque unos son más ricos que otros, o tienen menos deuda, lo cual provoca desequilibrios, como alerta Almunia. “Casi el 80% de todas las ayudas aceptadas como compatibles han sido acordadas en Alemania (50%) y Francia (casi el 30%). De continuar esa práctica, el mercado interior tenderá a generar una distorsión muy dañina para los países miembros sin ese poderío económico-financiero”.

Lo que sucede con los coches eléctricos puede replicarse en otros ámbitos, como el hidrógeno. Así lo apunta Pau Ruiz Guix, Fulbright en la Universidad de Georgetown y colaborador del Real Instituto Elcano. “El apoyo de EE UU al hidrógeno puede afectar las decisiones de inversión en esta industria, desplazando inversiones al otro lado del Atlántico y potencialmente convirtiendo a la UE en importadora de hidrógeno subvencionado. Si la UE quiere alcanzar su objetivo y producir 10 millones de toneladas de hidrógeno verde en 2030, los líderes europeos deberán recalibrar cómo atraer inversiones”.

¿Por qué el plan de Bruselas es menos atractivo si también incluye importantes subvenciones? Bruegel lo explica así. “La principal diferencia entre EE UU y la UE puede no estar en el volumen total de subsidios verdes (excepto en energías renovables, donde se espera que EE UU continúe a la zaga de la UE), sino más bien en el aspecto cualitativo. Los subsidios de la IRA discriminan a los productores extranjeros de una manera que no lo hacen los subsidios de la UE. Y la IRA proporciona apoyo a la fabricación de tecnologías limpias de una manera particularmente simple —a través de créditos fiscales que cubren 10 años— mientras el apoyo comparable de la UE está más fragmentado, generalmente se considera más lento y más burocrático, y a veces está concebido para el corto plazo”.

De nuevo emerge la idea de una Europa pesada y torpe, aquella que se quedó sin campeones tecnológicos entre los fabricantes del jugoso pastel de la telefonía móvil, atascada en su marasmo institucional de Parlamento, Consejo, Comisión y 27 Estados. Para Alicia García Herrero, economista jefe de Asia-Pacífico en Natixis, “los americanos lo han hecho mejor, mucho más fácil, y parece que van a atraer más empresas que los europeos con tantos instrumentos diferentes”. Sin embargo, cree que China lo tiene aún peor. “Sus empresas no pueden acceder a subsidios, y van a tener que salir de la cadena de producción estadounidense”. Eso tendrá un precio para Washington. “Va a necesitar tiempo para reducir la dependencia de China. Creo que poco a poco lo conseguirá, pero a un coste elevado, porque no será tan barato como importar los paneles solares de China”.

La guerra de los chips

Otro sector que se está viendo regado por miles de millones de las arcas de los Estados, el de los semiconductores, es probablemente el que mejor ilustra el tira y afloja geopolítico. EE UU busca impedir el acceso de China a tecnología puntera y prohibió el pasado octubre suministrar a sus compañías determinados semiconductores fabricados con tecnología estadounidense. Pero la desconfianza es mutua. Hace solo unos días, Pekín prohibió a los operadores de infraestructuras clave del país comprar productos de la firma estadounidense de chips Micron.

Dos empleados trabajan en la sala limpia de la fábrica de chips de Intel en Hillsboro, Oregon.

Estos microscópicos componentes, más pequeños que un virus, están presentes en todo tipo de máquinas con las que interactuamos cotidianamente, como electrodomésticos, móviles o coches —los eléctricos usan unos 2.000, el doble que los convencionales—, pero también en drones y tecnología aplicada a usos militares. Hoy por hoy, son fabricados mayoritariamente en Asia, sobre todo en Taiwán y Corea del Sur. Su carencia durante la pandemia, cuando las cadenas de suministro sufrieron cuellos de botella, obligó a detener temporalmente la producción de plantas de automóviles. Y provocó un cambio de paradigma en Occidente: mejor aumentar la fabricación casera, aunque sea más cara, que estar expuestos al shock económico que supondría cualquier nuevo corte en el suministro, máxime cuando sobre el gran proveedor, Taiwán, planea el peligro de una invasión china. Si eso sucediera, los problemas de suministro de gas acaecidos por la invasión rusa se quedarían pequeños.

Washington ha aprobado un paquete de 280.000 millones de dólares para instalar nuevas fábricas de chips —muy caras, solo una de ellas puede llegar a costar 20.000 millones— e invertir en innovación, centros de alta tecnología y formación de trabajadores. La ley de chips europea contempla movilizar 43.000 millones de euros. Y todo ese maná está generando una fiera competencia, no solo entre bloques, sino entre los propios países de la UE, por convencer a las compañías de instalen las fábricas en sus territorios.

La estadounidense Intel fue noticia en febrero porque tras acordar construir una fábrica en la ciudad alemana de Magdeburgo a cambio de 6.800 millones de euros en subsidios públicos, aumentó repentinamente la cantidad que pedía hasta 10.000 millones. Argumentó que los costes energéticos eran más elevados de lo previsto, y la tecnología a producir, más avanzada de lo planeado inicialmente. “No creo que sea un problema de inflación. La estrategia de “si no consigo más dinero aquí, me voy a otro país que me promete más” es, como siempre, una baza en la negociación”, sostiene Gonzalo León, profesor emérito de la Universidad Politécnica de Madrid.

España busca su hueco

Corea del Sur, donde tiene su sede el coloso de los chips Samsung. Y Japón, sede de una potente industria automovilística encabezada por Toyota —y muy necesitada de chips—, también han lanzado ya ambiciosos planes públicos. Incluso la India tiene en marcha su propio proyecto de desarrollo de una fábrica avanzada. En China, golpeada por las restricciones estadounidenses, las empresas privadas del sector están muy condicionadas por el Gobierno, como recoge el investigador estadounidense Chris Miller en su fabulosa obra Chip War. “Casi todas las empresas de chips de China dependen del apoyo del gobierno, por lo que están orientadas hacia objetivos nacionales tanto como hacia los comerciales”. Un ejecutivo de la firma YMTC puso palabras a esa realidad: “Obtener ganancias y cotizar en Bolsa... no son la prioridad [...,] la meta es fabricar los chips para el país y hacer realidad el sueño chino”.

En España, el encargado de cumplir con la compleja tarea de construir un ecosistema de chips es Jaime Martorell, comisionado del PERTE con mayor dotación, 12.250 millones de euros de dinero de los contribuyentes. “El hecho de que más del 80% de la capacidad de fabricación de chips a nivel mundial esté localizada en dos países asiáticos ha generado una necesidad de diversificación y reequilibro de la cadena suministro”, relata. Junto a la fuerza de los subsidios, Martorell vende en sus negociaciones con las multinacionales el potencial de la infraestructura científica española, la disponibilidad de capital humano de excelencia, la competitividad de la infraestructura energética, logística o de transportes, la conectividad, el bajo precio de las renovables y una inflación por debajo de la europea. “Sin olvidar las fuerzas tractoras de la demanda doméstica de microchips, como son el sector de la automoción, donde somos el segundo fabricante europeo, las telecomunicaciones o el sector aeroespacial”.

La subasta está en marcha. Y de su resultado dependen millones de empleos e inversiones en las próximas décadas. “Dios decidió dónde están las reservas de petróleo. Nosotros decidimos dónde ponemos las fábricas”, resumió Pat Gelsinger, consejero delegado de Intel, una de las empresas más cortejadas.


Sigue toda la información de Economía y Negocios en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal

Sobre la firma

Más información

Archivado En