El precio de la luz: España tenía razón

España siempre insistió en vincular la cuestión del precio a los problemas del aprovisionamiento

Un hombre controla un panel de electricidad.JUAN CARLOS HIDALGO (EFE)

Se otea una luz al final del oscuro túnel en el que se ha convertido el precio de la luz. Tras seis meses de discusión a brazo partido entre los socios europeos. A fe que era hora. Con las propuestas que la Comisión formuló en su comunicación del martes y las directrices de este viernes del Consejo Europeo, el Sur se apunta un buen logro.

Porque esas medidas vienen a dar la razón a España, Ita...

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Se otea una luz al final del oscuro túnel en el que se ha convertido el precio de la luz. Tras seis meses de discusión a brazo partido entre los socios europeos. A fe que era hora. Con las propuestas que la Comisión formuló en su comunicación del martes y las directrices de este viernes del Consejo Europeo, el Sur se apunta un buen logro.

Porque esas medidas vienen a dar la razón a España, Italia y Francia en el grueso de sus porfiadas —y hasta ahora fracasadas— reivindicaciones sobre el mercado energético: sobre todo, en la urgencia de flexibilizar el sistema de precios eléctricos.

Un sistema que prima el precio marginal de la fuente de energía más cara (ahora, el gas) como determinante del precio final del kilovatio, al atribuir (y así sobrepreciar) al resto la misma cuantía. Que obstaculizaba fijar topes en la factura a los consumidores. Y sorteaba la opción de gravar los “beneficios caídos del cielo” (windfall benefits) a las eléctricas que veían retribuidos al precio más alto sus kilovatios (hidroeléctricos o de nucleares amortizadas) producidos a coste cero o casi cero.

España siempre insistió en vincular la cuestión del precio a los problemas del aprovisionamiento, como factores del coste. Desde la carta que las vicepresidentas Teresa Ribera y Nadia Calviño enviaron a Bruselas el pasado 20 de septiembre. En ella clamaban por “amortiguar” los efectos del aumento de los precios energéticos (gas) en el de la electricidad; pedían frenar la especulación de otro componente inflacionario, la que se practica con los derechos de emisión de CO2; y reivindicaban la “compra centralizada” de gas a terceros países. Como forma de abaratar el coste de las adquisiciones individuales, sí. Y también como mecanismo de asegurar unas reservas que garanticen períodos suficientes de autonomía energética.

Por aquí ha llorado el bebé. Es verdad que los argumentos sureños en pro de reconsiderar la rigidez del mercado fueron ablandando ligeramente las posturas contrarias. Enconadamente defendidas por Alemana —y su ciutti, la comisaria de Energía, Kadri Simson— entre otros socios, que, amén de sus mayores recursos, exhiben un mejor modelo, plurianual y estable, de suministro a los consumidores finales.

Ha habido que esperar a que las reservas estén casi agotadas. A que el suministro penda del estrecho hilo arbitrario del gran proveedor del centro y el este europeos, el guerrero autócrata Vladímir Putin. Y que, en consecuencia, se haya impuesto el designio de diversificar las fuentes de aprovisionamiento y reducir la dependencia europea del gas (y el petróleo) rusos.

Compras comunes, topes de precios, reconsideración del mercado marginalista... las decisiones y orientaciones energéticas de esta semana constituyen una revolución en la UE. Favorable.

Aunque deja incógnitas pendientes: si oficialmente se reconoce que los “beneficios caídos del cielo” en todo el mercado de los 27 se acercan a 200.000 millones de euros... y si los han generado los contribuyentes y los Estados, ¿quién les compensa?

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