La furia silenciosa de las personas responsables

Me indignan las ridiculeces de los antivacunas, y sospecho que muchos estadounidenses comparten mi enfado

Una persona pasea sin mascarilla por el centro de Nueva York.TIMOTHY A. CLARY (AFP via Getty Images)

Hablemos por un momento de Lollapalooza. Tras cancelar los espectáculos presenciales el año pasado, hace unas semanas Chicago volvió a albergar este festival de música tan longevo, que atrajo a más de 385.000 asistentes. Muchos temían que las multitudes enormes y ruidosas provocaran un episodio de supercontagio de coronavirus.

Pero el festival exigió certificado de vacunación o una prueba de covid negativa para entrar,...

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Hablemos por un momento de Lollapalooza. Tras cancelar los espectáculos presenciales el año pasado, hace unas semanas Chicago volvió a albergar este festival de música tan longevo, que atrajo a más de 385.000 asistentes. Muchos temían que las multitudes enormes y ruidosas provocaran un episodio de supercontagio de coronavirus.

Pero el festival exigió certificado de vacunación o una prueba de covid negativa para entrar, e introdujo la mascarilla obligatoria en interiores a mitad del evento. Y parece que ha habido muy pocos contagios.

¿Qué nos dice esto? Que en Estados Unidos podría haberse logrado el retorno a la vida más o menos normal, también con sus placeres, que muchos esperaban que las vacunas trajeran. La razón de que no lo hayamos hecho —la razón de que sigamos viviendo con miedo, con los hospitales de buena parte del sur al borde del colapso— es que no hay suficientes vacunados ni suficientes personas llevando mascarilla.

Es posible sentir simpatía por algunos de los no vacunados, en especial los trabajadores a los que les resulta difícil sacar tiempo para ir a ponerse la vacuna y les preocupa perder un día por los efectos secundarios. Pero hay muchas menos excusas para quienes se niegan a vacunarse o a llevar mascarilla por razones culturales o ideológicas, y ninguna excusa en absoluto para gobernadores conservadores, como Ron DeSantis en Florida, Greg Abbott en Texas y Doug Ducey en Arizona, que han impedido activamente los esfuerzos para contener el brote más reciente.

¿Qué piensan ustedes de los antivacunas y los antimascarillas? A mí me indignan sus ridiculeces, a pesar de que yo puedo trabajar desde casa y no tengo hijos en edad escolar. Y sospecho que muchos estadounidenses comparten mi enfado.

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La cuestión es si esta ira completamente justificada —llamémosla la ira de los responsables— tendrá impacto político, si los líderes defenderán los intereses de los estadounidenses que intentan hacer lo correcto pero cuyas vidas están siendo perturbadas y puestas en peligro por quienes no lo hacen.

Hay algo que debería resultar evidente: vacunarse y llevar mascarilla en público no son “opciones personales”. Cuando alguien rechaza la vacuna o se niega a usar mascarilla, está aumentando el riesgo de los demás de contagiarse de una enfermedad posiblemente mortal o incapacitante, y contribuye también a perpetuar los costes sociales y económicos de la pandemia. En un sentido muy real, la minoría irresponsable está privando a los demás de vida, libertad y de la búsqueda de la felicidad.

Es más, por decir algo que debería ser obvio, los que afirman que se oponen a las medidas de salud pública para proteger la “libertad” no están siendo sinceros.

Lo más chocante es que, desde que las mascarillas se convirtieron en un frente de la guerra cultural, ha quedado claro que muchos de los que se oponen a su obligatoriedad no solo exigen el derecho a no tener que llevarla ellos mismos, sino que también quieren que los demás dejen de comportarse de manera responsable. Tucker Carlson ha pedido a sus espectadores que se enfrenten a quienes vean con mascarilla, y ha habido noticias dispersas sobre ataques violentos a personas que la llevaban puesta.

También es asombrosa la rapidez con la que se han abandonado los supuestos principios conservadores allí donde honrar esos principios ayudaría en los intentos de contener la pandemia, en lugar de perjudicarlos.

Durante décadas, los conservadores han insistido en que los propietarios de negocios deberían tener derecho a hacer lo que quisieran: contratar y despedir a voluntad, negar el servicio a quien les plazca. Pero aquí tenemos a Abbott amenazando con retirar la licencia de venta de bebidas alcohólicas a los restaurantes que exijan certificado de vacunación, a pesar de que Texas se está quedando sin camas en las UCI.

Los conservadores también han defendido el control local de la educación, excepto, qué casualidad, cuando los distritos escolares quieren proteger a los niños mediante normas sobre el uso de mascarillas, en cuyo caso, los gobernadores del “devolvamos a Estados Unidos su grandeza” quieren tomar el control y cortarles la financiación.

De modo que los amigos de la covid-19 no están motivados por el amor a la libertad. Podría ofrecer algunas hipótesis acerca de sus motivos verdaderos, pero entender lo que guía a esta gente es menos importante que entender cuánto daño está haciendo. Un daño doble cuando se trata de políticos que le hacen el juego cínicamente a los antivacunas y a los antimascarillas.

Los últimos sondeos indican que los ciudadanos apoyan firmemente la obligatoriedad de las mascarillas, y que una mayoría abrumadora de estadounidenses se opone a los intentos de evitar que los distritos escolares protejan a los niños. No he visto encuestas sobre los intentos de impedir que los negocios exijan certificados de vacunación, aunque imagino que también deben de ser impopulares.

Pero políticos como Abbott y DeSantis se están plegando a la minoría contraria a la salud pública porque es ruidosa e irritable, y porque no piensan que eso les vaya a suponer ningún coste político.

Pues bien, yo creo que la mayoría favorable a la salud pública también se está irritando cada vez más, y con razón. Lo que pasa es que no ha hecho suficiente ruido, y poquísimos políticos han intentado aprovechar esta furia justificada.

Así que es hora de dejar de cohibirnos y llamar al comportamiento destructivo por su nombre. Hacerlo tal vez haga que muchos se sientan menospreciados. ¿Pero saben qué? Sus sentimientos no les dan derecho a arruinar la vida de otros.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2021. Traducción de News Clips.


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