Geoeconomía de las cepas británicas
Es fácil adivinar que Johnson calcula los efectos de sus decisiones sobre movilidad, divisivos entre los 27
Asisten razones a la canciller Angela Merkel en su propuesta de forjar un frente común europeo ante la política turística del primer ministro británico. Boris Johnson ha coloreado de ámbar a toda Europa (salvo las contadas excepciones de Gibraltar, Baleares y Malta), desaconsejando así a sus ciudadanos que viajen a ella.
Y eso sucede cuando muchas regiones continentales exhiben mejores registros pandémicos. Y cuando el Reino Unido ha pasado de ser el tercer país del área con menos contagios por 100.000 habitantes ...
Asisten razones a la canciller Angela Merkel en su propuesta de forjar un frente común europeo ante la política turística del primer ministro británico. Boris Johnson ha coloreado de ámbar a toda Europa (salvo las contadas excepciones de Gibraltar, Baleares y Malta), desaconsejando así a sus ciudadanos que viajen a ella.
Y eso sucede cuando muchas regiones continentales exhiben mejores registros pandémicos. Y cuando el Reino Unido ha pasado de ser el tercer país del área con menos contagios por 100.000 habitantes a encabezar absolutamente el riesgo.
Sanitariamente parecería más pertinente exigir a los viajeros británicos que se sometiesen a cuarentena tras llegar al continente, pues tienen especial probabilidad de transportar tanto la insidiosa cepa autóctona como la pertinaz variante india. Son gajes de dificultar la entrada de europeos en la isla y facilitarla a los países de la Commonwealth.
Pero decisiones de ese género topan con intereses económicos muy agudos de los Estados miembros de la UE más estresados, y dependientes del turismo anglosajón, como España y otros sureños.
Para llenar sus hoteles, estos llevan su laxitud al extremo de no exigir PCR a los visitantes de aquel país. El efecto de imponerles una cuarentena, si se efectuase sin compensaciones, sería duro y asimétrico. Llovería, pues, otra vez sobre mojado.
También concurren razones políticas en favor de una geoestrategia defensiva europea frente a los manejos de Downing Street. Es fácil adivinar que Johnson calcula los efectos de sus decisiones sobre movilidad, divisivos entre los 27.
Y que, además, las restricciones a sus súbditos de viajar a Europa envuelven una pulsión proteccionista, redirigir al turismo exterior hacia el interior. Con el efecto de desviar artificialmente flujos comerciales, ese anatema del libre mercado, pero que enlaza bien con la retórica autárquico/soberanista cristalizada desde el Brexit.
Por no subrayar la feliz coincidencia que permite difuminar con los obstáculos a los europeos el desastroso pacto comercial trenzado por el Gobierno Johnson con Australia, el primero que negocia en solitario tras el Brexit.
Ese nuevo tratado tenderá a arruinar la ganadería británica (más de 300.000 trabajadores) al importar, libre de carga, diez veces más de carne australiana —clorada y antibiotizada—, sin beneficiar apenas a los consumidores.
Conviene ahora, quizá, extremar la prudencia, sin agrandar el impacto negativo de la volatilidad británica en la recuperación de las economías más turísticas. Entre otros motivos porque es pírrico —por efímero—, en vísperas de la normalización.
Ahora bien, prudencia no se deletrea como olvido. Si alguien daña el (imperfecto) mercado interior turístico europeo, deberá saber que eso no resulta gratis para cuando se negocie el futuro de su relación con el (también imperfecto, pero más decisivo) mercado interior financiero. ¿Alguien cree que Canberra equilibra la ecuación?