Opinión

Hacia una política comercial limpia

Si se eliminaran los subsidios implícitos a las importaciones se reduciría el equivalente a las emisiones de EE UU y Europa

Maravillas Delgado

Uno de los objetivos principales de las cumbres del clima y los acuerdos derivados de las mismas, como el de París, es reducir las emisiones de gases de efecto invernadero para evitar el calentamiento global. Una de las políticas más eficientes consistiría en establecer un impuesto global al carbono, que según los expertos debería fijarse alrededor de los 40 dólares por tonelada. Sin embargo, los actuales ...

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Uno de los objetivos principales de las cumbres del clima y los acuerdos derivados de las mismas, como el de París, es reducir las emisiones de gases de efecto invernadero para evitar el calentamiento global. Una de las políticas más eficientes consistiría en establecer un impuesto global al carbono, que según los expertos debería fijarse alrededor de los 40 dólares por tonelada. Sin embargo, los actuales precios del carbono son mucho más bajos, en torno a 10 dólares, y sólo gravan el 20% de las emisiones mundiales.

En la práctica, la solución podría ser mucho más fácil. Según un reciente artículo del profesor Joseph Shapiro, de la Universidad de Berkeley, en la mayoría de los países la política comercial grava menos a las industrias más contaminantes —las que emiten más CO₂ por cada euro producido— que a las más limpias. Es decir, los aranceles a la importación tienden a ser menores en los productos más contaminantes, y esto sucede desde los años noventa no sólo en EE UU, sino también globalmente. Ello implica que de manera implícita se está generando un subsidio a las emisiones de CO₂ que contribuye a la acumulación de gases de efecto invernadero y, por tanto, al cambio climático. Dicho subsidio equivale a cientos de billones de dólares anuales. El trabajo estima que la política comercial actual equivale a un subsidio de entre 85 y 120 dólares por cada tonelada de carbono, mucho más elevado que el impuesto al carbono de 40 dólares. Sería, por tanto, más efectivo y eficiente eliminar dicho subsidio implícito.

Esta evidencia empírica, muy bien documentada por el autor, implica que un giro en la política comercial podría ser crucial para atajar el cambio climático y evitar sus consecuencias. El giro simplemente consistiría en reducir los aranceles de las industrias más limpias en términos relativos en comparación con otras e igualarlos a los aranceles de aquellas más contaminantes.

Una segunda implicación es que, contrariamente a lo que argumentan algunos, no es necesario imponer nuevos aranceles al carbono, sino simplemente reformar la estructura arancelaria existente. Se trataría de reducir la diferencia entre los aranceles aplicados a industrias de bajas emisiones —que son en general más elevados— y los aplicados a aquellas con emisiones altas —que son más bajos que los anteriores—.

Por ejemplo, la producción de acero y aluminio, materias primas para la elaboración de bienes finales como los coches o los teléfonos móviles, es más intensiva en el consumo de energía que la producción de dichos bienes finales cuyos inputs incluyen diseño y software y son más limpios. Los grupos de interés suelen presionar para que los aranceles en dichas materias primas sean bajos, argumentando que las industrias que producen bienes finales necesitan acceder a inputs baratos para ser competitivas internacionalmente. Sin embargo, con ello se acentúa el problema del subsidio implícito al carbono. Aunque sea cierto que aranceles elevados sobre los inputs pueden aumentar los precios de los bienes finales, también protegen el medio ambiente y reflejan el principio de “quien contamina paga” adoptado en las altas esferas internacionales hace varias décadas.

El argumento de Shapiro choca también con la corriente de economistas del desarrollo que defienden los beneficios de reducir los aranceles de los inputs importados —productos upstream—. Se argumenta que la competitividad de un país en desarrollo depende crucialmente de tener acceso a bienes de capital y bienes intermedios a precios reducidos, ya que muchos de estos países no tienen la capacidad para producirlos localmente y tienen necesariamente que importarlos. Sin embargo, esta corriente obvia un aspecto tan importante como que la intensidad en el uso de la energía en la producción de algunos inputs es alta y ello debería ser considerado.

Asimismo, al estar las industrias mejor organizadas que los consumidores, éstas pueden defender mejor sus intereses en las negociaciones de los acuerdos de comercio y abogar por aranceles más bajos en los inputs importados que utilizan en el proceso productivo. En países como Noruega, con políticas ambientales estrictas, este subsidio implícito es mucho mayor que en otros países con políticas más laxas. Desde el punto de vista de justicia social, deberían ser los países desarrollados los que eliminaran dichos subsidios implícitos.

Finalmente, cabe destacar que, si se eliminaran, la consiguiente reducción en emisiones equivaldría a la atribuida al Sistema Europeo de Comercio de Emisiones y la política medioambiental de EE UU juntas. Por tanto, no perdamos de vista esta alternativa global para combatir el cambio climático.

Inmaculada Martínez-Zarzoso es profesora de las universidades de Göttingen y Jaume I.

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