Mirarnos en el espejo norteamericano
El reto de las sociedades desarrolladas es construir un nuevo contrato social que equilibre las oportunidades
A pesar de una cierta pérdida de glamour, influencia y capacidad de liderazgo mundial, la sociedad norteamericana sigue siendo una fuente prolífica de innovación cultural, social y política. Tiene, por tanto, mucho interés observar sus tensiones, tendencias y propuestas de cambio. Hoy Estados Unidos es una sociedad rota por múltiples costuras. Necesita con urgencia elaborar un nuevo contrato social que sirva como pegamento para cerr...
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A pesar de una cierta pérdida de glamour, influencia y capacidad de liderazgo mundial, la sociedad norteamericana sigue siendo una fuente prolífica de innovación cultural, social y política. Tiene, por tanto, mucho interés observar sus tensiones, tendencias y propuestas de cambio. Hoy Estados Unidos es una sociedad rota por múltiples costuras. Necesita con urgencia elaborar un nuevo contrato social que sirva como pegamento para cerrar esas fracturas. Un contrato social entendido como un compromiso entre aquellos a los que les va bien con el sistema y aquellos otros que corren el riesgo de quedarse atrás, tirados en las cunetas de la falta buenos empleos, ingresos y oportunidades. Un contrato social que establezca lo que se deben unos a los otros y logre construir un proyecto común de país, y que permita a todas las personas desarrollar sus capacidades, su dinamismo económico y su creatividad para lograr llegar a ser lo que tienen derecho a querer ser.
Ocurre lo mismo en la sociedad española, así como en el resto de Europa. También necesitamos construir un nuevo contrato social pospandémico. Por esto que, con todas las precauciones necesarias, es útil mirarnos en el espejo norteamericano para anticipar tendencias y propuestas que orienten nuestras propias soluciones. Las causas del malestar que ha disuelto el pegamento del contrato social de posguerra no están claras. Hay dos explicaciones. Una es de tipo cultural, la otra es socioeconómica.
La explicación cultural sostiene que en nuestras sociedades ha aparecido una fractura entre los valores posmaterialistas de las generaciones jóvenes —más ricas, educadas, laicas, urbanas— y los de las generaciones mayores —más tradicionalistas, conservadoras, religiosas, rurales—. Un ejemplo brillante de esta idea es el trabajo de los académicos estadounidenses Pippa Norris y Ronald Inglehart donde utilizan la noción de “guerra cultural” para explicar el triunfo de Donald Trump en 2016, el Brexit y la emergencia de dirigentes populistas autoritarios (Cultural Backlash: Trump, Brexit and Authoritarian Populism).
La explicación socioeconómica sostiene que el malestar viene de la desaparición de buenos trabajos que han experimentado muchas comunidades a partir de los años noventa como consecuencia de la hiperglobalización y de su abandono por parte de las élites políticas y económicas. Un ejemplo de esta idea son los trabajos del economista David Autor y sus colaboradores, en los que demuestran que ha habido una polarización política provocada por las importaciones manufactureras chinas (Importing Political Polarization? The Electoral Consequences of Rising Trade Exposure). Algo que también ha ocurrido en el Brexit y en otros países europeos. Le llaman el efecto China. Un efecto que Trump ha sabido explotar.
No son excluyentes, pero la explicación socioeconómica parece actuar como un requisito previo y necesario para la cultural. De hecho, fue a partir de la crisis de 2008 cuando las formaciones de extrema derecha antinmigratorias y racistas ganaron apoyo electoral y comenzaron a asaltar el poder. La covid-19 ha exacerbado las desigualdades y ha hecho aumentar ese apoyo.
Las elecciones presidenciales norteamericanas han traído una variada oferta política de nuevos contratos sociales. Los podemos agrupar en cuatro tipos: el de la extrema derecha populista, representado por Trump; el de la izquierda radical, representado por el socialista Bernie Sanders; el liberal progresista, representado por Joe Biden, y el neoliberal, cuyos representantes no lograron pasar las primarias.
Los cuatro tipos intentan afrontar el problema central de la desigualdad. Pero lo hacen por caminos diferentes. La extrema derecha busca crear buenos empleos mediante políticas antinmigratorias y el proteccionismo comercial. La izquierda radical propone la redistribución, a través de impuestos a los ricos, de nuevos derechos sociales y el activismo económico del Estado. Los liberales progresistas buscan civilizar la hiperglobalización y una mejor distribución del excedente empresarial entre salarios, sueldos y dividendos. Proponen políticas como los salarios mínimos, la reforma de la empresa y la defensa de la competencia que acabe con el poder de mercado que permite a las grandes corporaciones deprimir los salarios e impedir la entrada de nuevas empresas.
Cuando escribo, el martes electoral, la ansiedad y la incertidumbre del resultado no se ha despejado. Sea cual sea, el caso norteamericano es un espejo que nos muestra que el principal reto de las sociedades desarrolladas es construir un nuevo contrato social que traiga buenos empleos. Sin él, no hay crecimiento inclusivo. Y sin prosperidad para todos, las democracias se precipitarán en el caos del autoritarismo.