Columna

La reina del salón

¿Es la televisión un espejo? No porque nos refleje individualmente, pero sí colectivamente: ¿es el espejo de la sociedad que la mira y la mira, la critica y la adora? Aunque casi todos despotriquemos en algún momento contra ella, o contra algunos o muchos de sus programas, ¿retrata en su conjunto el sentir de la ciudadanía, sus gustos, preferencias, ideas o modelos de existencia? ¿O es al revés? ¿Somos los espectadores -en gran medida- reflejo de la televisión, imitadores rendidos a su influjo?

Parece claro que hay ahí una retroalimentación que no tiene principio ni fin, ni huevo ni gal...

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¿Es la televisión un espejo? No porque nos refleje individualmente, pero sí colectivamente: ¿es el espejo de la sociedad que la mira y la mira, la critica y la adora? Aunque casi todos despotriquemos en algún momento contra ella, o contra algunos o muchos de sus programas, ¿retrata en su conjunto el sentir de la ciudadanía, sus gustos, preferencias, ideas o modelos de existencia? ¿O es al revés? ¿Somos los espectadores -en gran medida- reflejo de la televisión, imitadores rendidos a su influjo?

Parece claro que hay ahí una retroalimentación que no tiene principio ni fin, ni huevo ni gallina. Sin embargo, si nos ponemos a pensar un rato en ello, no podrá dejar de asombrarnos la importancia que tiene como educadora esa pantalla que es la reina (aún no destronada) de nuestros salones. Gran parte de nuestra educación sentimental, de nuestra educación en valores viene sin duda de ella. Y del cine, claro, que hoy consumimos de forma mayoritaria en esa misma pantalla. Para empezar, lo que nos proporciona constantemente son historias, pero sobre todo personajes, modelos de comportamiento. Como Belén Esteban, los concursantes de Gran Hermano y demás ralea, pensarán ustedes, toda la industria del cotilleo, el grito y el despelleje elevado a modelo de comportamiento exitoso. Ciertamente. Pero seamos justos: ése no es el único tipo humano que promocionan nuestras televisiones.

Pensemos, por ejemplo, en las numerosas series españolas que pueblan últimamente las pantallas. Más allá de las clásicas, centradas en el ámbito policíaco o en el médico, triunfan hoy las ambientadas en épocas históricas pasadas. He visto algunos capítulos o fragmentos de varias de ellas, y hay algo que no deja de ser llamativo: están centradas en heroínas que nos resultan muy, pero que muy contemporáneas. Mujeres inteligentes y audaces, independientes y decididas (y cómo no, jóvenes y hermosas) que desafían los límites sociales impuestos a su sexo: que dirigen su propio negocio (La Señora, principios del siglo XX), que escriben, tienen ideas políticas, manejan armas y hasta asaltan caminos (Bandolera, siglo XIX), o son comadronas con conocimientos de medicina (El secreto del Puente Viejo, principios del XX), por citar unas pocas. Que lejos de toda autoridad religiosa o paterna, se guían únicamente por su propia conciencia, no tienen un papel subordinado en el amor, ningún reparo en cuanto al sexo, etcétera.

¿Reflejo de aquella sociedad del XIX-XX, o de ésta otra de principios del XXI? Una mezcla de ambas, seguramente, pero con la vista puesta en un público que demanda y agradece ese tipo de modelos femeninos, esos referentes en los que mirarse e inspirarse. Así que la televisión es eso, ese batiburrillo de modelos de comportamiento nobles, zafios e inmundos, contradictorios y excelsos, turbios y admirables. Como la vida misma.

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