Columna

¿Indigencia o incoherencia?

La presencia de personas instaladas en las calles de Barcelona ha dado lugar a dos discursos bellísimos pero que en la práctica no funcionan. El primero, de corte académico, dice que la ciudad es conflicto porque expresa la diferencia intrínseca de la comunidad humana; por lo tanto, no hay que suprimir esa expresión sino aceptarla, ya que el conflicto perpetuo nos habla de la realidad social y, en hacerla evidente, nos cuestiona. Esto queda muy bien en el aula y en los libros, entre otras cosas porque es cierto, pero el caso es que el vecino, cuando sale de casa, aspira a encontrar un espacio ...

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La presencia de personas instaladas en las calles de Barcelona ha dado lugar a dos discursos bellísimos pero que en la práctica no funcionan. El primero, de corte académico, dice que la ciudad es conflicto porque expresa la diferencia intrínseca de la comunidad humana; por lo tanto, no hay que suprimir esa expresión sino aceptarla, ya que el conflicto perpetuo nos habla de la realidad social y, en hacerla evidente, nos cuestiona. Esto queda muy bien en el aula y en los libros, entre otras cosas porque es cierto, pero el caso es que el vecino, cuando sale de casa, aspira a encontrar un espacio público limpio, ordenado, seguro y compartido. El conflicto, aunque sea sin violencia explícita, cansa. Todos conocemos gente más o menos joven y decidida que apostó por irse a vivir en el Raval porque buscaba precisamente esa ciudad intensa, y que han acabado huyendo, hartos de suciedad y riesgo, por ese orden. El sitio que deja libre el fugitivo lo suele ocupar un vecino más indiferente al caos y esto destraba un proceso imparable de degradación.

Que Barcelona es una ciudad permisiva donde cada cual hace lo que le viene en gana ya es una etiqueta turística

El segundo discurso es el del rollo festivo. Establece que los vecinos conquistan su calle y la defienden ocupándola con actividades, hoy un concierto, mañana un almuerzo provecto y más tarde un festival infantil. Cosa que sería cierta si la gente no tuviera que trabajar. Y tampoco: las fiestas de Gràcia demuestran que los voluntarios escasean, que organizar cosas no es divertido cada día y que todo el mundo se harta de la gresca continuada. Es más: los urbanitas buscamos un cierto equilibrio entre la complicidad del barrio y el anonimato. Si la convivencia se hace promiscua, por un exceso de relación vecinal, se va al garete. En los pueblos, donde todos se conocen, la vida se vuelve previsible -y aburrida- pero también tensa, debido a la vigilancia constante de unos sobre otros. Por lo tanto, el jolgorio bien intencionado rompe las reglas de la convivencia urbana, que reclama un espacio razonable entre individualidad y colectivo.

De manera que es lógico que sea el Ayuntamiento quien se encargue de proporcionar un espacio público limpio, ordenado, seguro y compartido. Pero Barcelona está estancada, desde hace por lo menos una década, en la situación contraria, con picos de degradación ciertamente preocupantes. ¡Y no es que no se predique a favor de un espacio público! Pero la realidad es que admiten más de mil personas instaladas a perpetuidad en la calle y unas 500 plazas para albergarlos provisionalmente. ¡Mil personas! Es una barbaridad: todo ser humano tiene derecho a un espacio propio y digno (no digo a una casa: a un espacio). Y los indigentes que no paran en el centro no reciben atención: cerca de casa hay desde hace años un campamento de gente tan pacífica como abandonada a su suerte. Que se haya tardado un año en decidir que se vallará la Boqueria es una minucia.

El error es pensar que el problema se soluciona con decisiones que afectan a un rincón concreto, cuando es cuestión de tres factores: fama, dejación e incoherencia. Empecemos por la imagen. Que Barcelona es una ciudad permisiva donde cada cual hace lo que le viene en gana, sobre todo en determinadas horas y circunstancias, es tan evidente que ya es una etiqueta enganchada a la marca turística. En segundo lugar, Barcelona es una ciudad sucia y mal mantenida. Se esfuerzan, cada tanto se reemplazan todos los camiones de limpieza, se barre mucho y se riega poco, pero las calles están guarras, unas más que otras, las cosas están despintadas o demasiado pintadas, los contenedores apestan y en general se mima mucho más el asfalto que ell verde. El desorden llama al desorden y la dejación induce a un cierto relajo en las conductas.

Finalmente, el Ayuntamiento ha cambiado cada año de discurso, de acción, de actitud y de campaña, sin un trabajo continuado que acabe por crear una cultura de respeto y convivencia. Los tiempos que corren no son los mejores para el orden impecable, claro está, con tanta gente cabreada -por no decir colgada-, pero precisamente por eso se agradecería un poco más de coherencia. La mejor manera de que la realidad responda es ocuparse de la realidad, cada día y siempre, no cuando y como los titulares lo reclaman.

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Patricia Gabancho es periodista.

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