Columna

Vida en la Gran Vía

Es arte y comercio. Mugre y espectáculo. Contemplación y desolación

La Gran Vía no es estática. Se mueve. Es una de esas calles que se define en oleada, por ese río de gente que lleva ya 100 años atravesándola arriba y abajo. Nació de una sangría urbanística. Para trazarla se derribaron edificios, iglesias, comercios... Un microcosmos atrapado entre dos épocas. Se enterró aquel mundo decimonónico para abrirse en canal hacia ese futuro incierto que necesitaba de cierta monumentalidad civil para colocarse en la nueva esfera de la modernidad. Era lo que las autoridades decidieron que necesitaba la ciudad para convertirse en una capital digna de su tiempo. Una gra...

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La Gran Vía no es estática. Se mueve. Es una de esas calles que se define en oleada, por ese río de gente que lleva ya 100 años atravesándola arriba y abajo. Nació de una sangría urbanística. Para trazarla se derribaron edificios, iglesias, comercios... Un microcosmos atrapado entre dos épocas. Se enterró aquel mundo decimonónico para abrirse en canal hacia ese futuro incierto que necesitaba de cierta monumentalidad civil para colocarse en la nueva esfera de la modernidad. Era lo que las autoridades decidieron que necesitaba la ciudad para convertirse en una capital digna de su tiempo. Una grandeza, una exhibición de su propio nervio.

Pero pese al trauma, a los inconvenientes y a los desmanes que llevaba marcados desde su concepción a manera de pecado original pronto fue aceptada por sus hijos. Los madrileños empezaron a poblarla y a conocerla con el nombre que lleva hoy y la adoptaron como seña de identidad propia para siempre. Entonces la destrucción de patrimonio no se contemplaba como ahora. El plan hubiese sido visto como un escarnio a muchos de nuestros ojos. Pero apenas tenemos ya memoria de aquel Madrid galdosiano que tuvo que morir para renacer como lo que es hoy. Con la Gran Vía desaparecía una ciudad y se inventaba otra. La nuestra. La presente. Y es la que cuenta.

Hay aceras que no necesitan bautizos oficiales. La Gran Vía ha sobrevivido a todos los suyos. A los tramos de homenaje a próceres rimbombantes y a las ínfulas totalitarias de uno y otro signo que primero la bautizaron como avenida de la Unión Soviética y después de José Antonio. Siempre fue la Gran Vía para los habitantes de la ciudad y los visitantes. Los nombres propios pasaron: la personalidad de la misma calle se los comió.

Eso es impronta y lo demás tonterías. Recuerdo que la primera vez que dormí en Madrid -tenía cinco años- lo hice en un hotel de la Gran Vía. Desde entonces no he dejado de pasearla día sí y día no. De noche y de día, perdido en la reconfortante seña de identidad anónima que te dan sus aceras. Hoy no concibo espectáculo mayor para conocer de cerca esta ciudad que perderme en ella. En su curiosa anatomía de cuesta que zigzaguea con grandeza. Porque no es recta ni uniforme. Es vertical y parece mal trazada desde el cielo por la marca de El Zorro.

La Gran Vía vive, muere y resucita. Es la arteria invencible. El cauce que se reinventa sin dejar espacio a la nostalgia. Cierto es que muchos hubiésemos preferido seguir contemplando sus gigantescos carteles de cine pintados o algunas tiendas de discos a las cadenas de ropa que los han sucedido. Pero también nos gusta ese exitoso Broadway joven que va apareciendo y que la ha convertido en la meca del teatro musical en España.

La Gran Vía es arte y comercio. Mugre y espectáculo. Contemplación y desolación. Por sus piedras deambulan a diario la plenitud y el fracaso. La elegancia y la informalidad. A plena luz la toman turistas despistados cargados de bolsas y cansancio, parejas abstraídas entre el amor y los escaparates, manteros con mercancía de metales nada preciosos, guardias no siempre atentos a lo que pasa alrededor, carteristas de medio pelo, inmigrantes todavía ilusionados, adolescentes sedientos de ropa de saldo, familias con entradas para algún espectáculo y gays en tránsito hacia Chueca.

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De noche la pueblan paseantes que eligen recorrerla para hacer la digestión de una cena pesada, policías ya más atentos, putas de lágrima solidificada en el rostro y catre mugriento, jóvenes de juerga camino hacia la madrugada y los after-hours, vendedores de bocadillos, rosas y relojes, borrachos con corbata desabrochada, mujeres maduras que buscan recomponer sus sueños rotos en la boite. La vida, en fin. La vida cómica, trágica, negra, luminosa y melodramática. La vida que fluye en la bendita arteria de la Gran Vía.

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