Columna

Un país en el diván

No hay conversación pública o privada en la que no se perciba un desánimo generalizado. De la perplejidad inicial que nos produjo la crisis pasamos después a una irritación colectiva, para acabar en una grave preocupación, cuando no en el puro miedo. Todavía no hay pánico, pero sí muchas quejas y lamentos. Y el destinatario obvio de todas ellas es siempre la política.

Lo que se oye en la calle se objetiva después en las encuestas. Casi nadie confía ya en el Gobierno, y según la última encuesta de Metroscopia aparecida en EL PAÍS del último domingo, el 73% no piensa que la oposición vaya...

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No hay conversación pública o privada en la que no se perciba un desánimo generalizado. De la perplejidad inicial que nos produjo la crisis pasamos después a una irritación colectiva, para acabar en una grave preocupación, cuando no en el puro miedo. Todavía no hay pánico, pero sí muchas quejas y lamentos. Y el destinatario obvio de todas ellas es siempre la política.

Lo que se oye en la calle se objetiva después en las encuestas. Casi nadie confía ya en el Gobierno, y según la última encuesta de Metroscopia aparecida en EL PAÍS del último domingo, el 73% no piensa que la oposición vaya a hacerlo mejor. Su líder, Mariano Rajoy, inspira poca o ninguna confianza al 79% de los españoles.

Esta vez la solución no vendrá desde arriba, desde la política institucional. Pasa por el compromiso de todos

La ilusión por que un cambio electoral nos resuelva los problemas se ha esfumado. Se lo han ganado a pulso. Primero por negarse a entrar en cualquier pacto cuando todavía estaban a tiempo, luego por su irresponsable voto negativo a las medidas de ajuste que ellos tanto habían reclamado; por último, por su numantina defensa de algunos de los implicados en el caso Gürtel. Además, Rajoy aparece ya como un futuro Papandreu, como alguien que hoy se muestra en contra de determinadas medidas de ajuste, aunque luego, si gana las elecciones, sabemos bien que las aplicará por partida doble. Con la justificación añadida del "desastre" de la gestión anterior y la "salvación nacional". Desastre, por cierto, que ellos mismos han contribuido a crear con su nula actitud de cooperación.

Si miramos a otros grupos políticos la cosa no mejora. IU sigue en su buenismo izquierdista; el PNV no parece interesado en nada que contribuya al bienestar de España si no recibe compensaciones para sus intereses partidistas autonómicos; y CiU, cuya actitud casi todos alabamos en la crisis de las medidas de ajuste, se nos presenta ahora como uno de los partidarios en promover un referéndum de autodeterminación en Cataluña. Una decisión comprensible en otras circunstancias, pero no en este momento. En otras palabras, no hay sensibilidad hacia los intereses generales. Todos quieren sacar la mejor tajada electoral de unas circunstancias en las que solo deberían contar los intereses de todos.

El caso es que, con un Gobierno y una oposición deslegitimadas, ¿dónde vamos a encontrar un liderazgo político para afrontar la peor crisis económica de la democracia? Si no hay nada que nos permita pensar en una verdadera alternativa política, ¿qué nos queda a los ciudadanos para evitar el precipicio? Huérfanos de confianza en la política, ¿hay algo que podamos hacer por nosotros mismos?

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En cierto modo, esta situación nos la hemos ganado a pulso. Como buenos ciudadanos absentistas que somos, solo atentos a la política cuando algún interés nuestro específico se ve afectado, no estamos preparados para funcionar como una verdadera sociedad civil. Siguiendo un hábito atávico, más que pensar en las responsabilidades que nos incumben a cada cual, nos hemos concentrado en buscar a los "culpables", ya sean estos Zapatero o los famosos mercados. El culpable siempre está ahí fuera, nunca somos nosotros mismos. Y, del mismo modo, siempre debe de ser otro quien nos resuelva los problemas, somos incapaces de pensarnos como parte de la solución. Para eso creemos que tenemos el derecho de sufragio. El voto como arma dirigida contra los responsables y a favor de los nuevos encargados de sacarnos las castañas del fuego. Cuando de repente, como ahora, tomamos conciencia de su relativa inutilidad nos embarga la ansiedad, nos rasgamos las vestiduras y buscamos el cómodo prestigio de las víctimas.

Desdeñamos la política y todo lo que ella exige como un ejercicio de responsabilidad individual por el bienestar general, de lo que nos es común. Y más allá de implicaciones en grupos corporativos, nuestro compromiso social es escaso. Quizá porque siempre nos hemos visto como una sociedad de derechos pero no de responsabilidades. Insisto, no hay una sociedad civil propiamente dicha con capacidad de vertebración en la línea de asumir actitudes acordes con estos tiempos. Con algunas muy dignas excepciones, la sociedad española ha estado prácticamente ausente del debate suscitado por la crisis económica y lo que esta significa como desafío de futuro. Carece también de actores distintos de la clase política, con la salvedad obvia de patronal y sindicatos, con capacidad para complementar las insuficiencias de lo político.

No nos engañemos, esta vez la solución no vendrá desde arriba, desde la política institucional. Inexorablemente pasa por el compromiso de todos. Ahora sobran las reacciones cainitas y los lamentos y se echa en falta arrimar más el hombro.

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