Próxima estación: Las Musas

Como el metro, también un libro es un universo paralelo al que se sube sin equipaje y solo, en el que se habla poco y al que se entra y se sale varias veces. Tal vez por su relativa juventud como medio de transporte y por su carácter radicalmente utilitario, el metro tiene mucha menos literatura que el tren, el automóvil, el avión o barco. Que uno de sus grandes clásicos, Zazie en el metro, de Raymond Queneau, cumpliera medio siglo el año pasado es todo un síntoma.

Pero que tenga menos literatura no quiere decir que sea menos literario. Ya se sabe que no hay historias buenas o ma...

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Como el metro, también un libro es un universo paralelo al que se sube sin equipaje y solo, en el que se habla poco y al que se entra y se sale varias veces. Tal vez por su relativa juventud como medio de transporte y por su carácter radicalmente utilitario, el metro tiene mucha menos literatura que el tren, el automóvil, el avión o barco. Que uno de sus grandes clásicos, Zazie en el metro, de Raymond Queneau, cumpliera medio siglo el año pasado es todo un síntoma.

Pero que tenga menos literatura no quiere decir que sea menos literario. Ya se sabe que no hay historias buenas o malas sino bien o mal contadas. La fugacidad impersonal de la vida moderna -donde los amores platónicos duran lo que el trayecto entre dos estaciones- tiene en el metro su encarnación perfecta. Esa misma fugacidad es, sin embargo, la que le ha hecho llegar tarde a la épica. La gran novela sobre el metro sería puro fragmento. Hace años se publicó en Londres una serie de antologías de poemas para leer de pie en el vagón cuyo título, Splinters (astillas), lo dice todo. Eso sí, el Nobel irlandés Seamus Heaney llamó como dos estaciones londinenses, Distrito y circular, a uno de sus mejores libros.

En ocasiones, no obstante, el tiempo se detiene debajo de la tierra. Es lo que cuenta Menis Kumandareas, un grande de la literatura griega moderna, en La señora Kula, que relata la pasión entre un joven y una mujer madura que coinciden cada día entre las paradas atenienses de Cisíon y Monastiraki. Se demuestra así lo que dice el antropólogo francés Marc Augé en su recentísimo El metro revisitado: que el tren subterráneo genera recuerdos y costumbres. Él fue el que acuñó el término no-lugar para referirse a la asepsia social y emocional que generan espacios como los aeropuertos o los centros comerciales. No es el caso del metro. Y no sólo para los que lo usaron como refugio contra los bombardeos, también para los que tratan de sobrevivir cada mañana. De eso hablan, por ejemplo, Carlos Barral en Metropolitano y Roger Wolfe en Días perdidos en los transportes públicos. Y de eso habla Fernando Beltrán, uno de los poetas que mejor ha escrito sobre el Madrid de la calle, en su poema Trasbordos: "Me pregunto a menudo si estos trenes / no serán más verdad que los raíles / de todas las palabras, / si el tiempo compartido / en el andén del metro / no será hoy por hoy / la máxima ternura / que este mundo en minúscula / puede darnos".

Puede que andando los años, los kilómetros, los abonos mensuales y las reformas de los planes de estudios la única memoria que quede de Tirso de Molina, Blasco Ibáñez, Rubén Darío, Las Musas y Antonio Machado sea que dieron su nombre a una estación de metro.

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