Análisis:60º Festival de Berlín

Hulot en el panteón de los grandes

Para cualquier espíritu hechizado en algún momento de su vida -o incluso por los siglos de los siglos- por el arte inclasificable del genio que atendía al nombre de Jacques Tatischeff, el estreno de El ilusionista en la Berlinale supone un repentino subidón de adrenalina. ¿Y por qué? Porque Tati lo era todo, incluida una eficaz y cruel fábrica de nostalgias: el aroma de un tiempo perdido, una tristeza de olas muriendo en blanco y negro en una playa de Bretaña, la bofetada muda contra los excesos del progreso tecnológico, el zarpazo disfrazado de sainete a la ignorancia bienintencionada ...

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Para cualquier espíritu hechizado en algún momento de su vida -o incluso por los siglos de los siglos- por el arte inclasificable del genio que atendía al nombre de Jacques Tatischeff, el estreno de El ilusionista en la Berlinale supone un repentino subidón de adrenalina. ¿Y por qué? Porque Tati lo era todo, incluida una eficaz y cruel fábrica de nostalgias: el aroma de un tiempo perdido, una tristeza de olas muriendo en blanco y negro en una playa de Bretaña, la bofetada muda contra los excesos del progreso tecnológico, el zarpazo disfrazado de sainete a la ignorancia bienintencionada del homo pequeñobur-guensis, el coletazo genial frente a los usos y abusos de nuestras sociedades modernas.

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Todo ese arsenal, resumido en un solo tipo, por muy alto que fuera (enorme, más bien) es impagable. Pero la virtud de Jacques Tati radicaba en montar todos esos terremotos emocionales sin que se le notara demasiado, como sin querer, como poniendo cara de inocente narrador de cuentos costumbristas: véase, si es que no se ha visto todavía (imperdonable), la mezcla de envidia sana y cachondeo fino hacia el Imperio del Tío Sam desplegada en las réplicas del delicioso cartero ciclista de su película Día de fiesta (su primer largometraje, 1948). O véase la interminable fiesta de disfraces morales en que Tati convierte esa andanada contra la asfixia de las sociedades biempensantes titulada Las vacaciones de M. Hulot. A ver quién es el guapo que, como Jacques Tati en esta historia de veraneantes despistados, cabreados y enamorados, consigue al mismo tiempo sumirnos en semejante estado de ensoñación nostálgica, encender nuestro interruptor de la risa y explicarnos cómo las gastan (cómo las gastamos) los nimios pobladores de estas nimias sociedades que se creen al abrigo de todo mal.

¿Se puede provocar la carcajada mientras se hace pensar... y además todo en silencio? La respuesta lleva el nombre de Tati, quien, en ese sentido, tiene su lugar de honor en el panteón de los grandes mimos con mensaje, Keaton, Chaplin, Marceau y muy poco más. Pero además, Jacques Tati fue en sus inicios un incomprendido en el mundo del cine, los productores y los exhibidores empezaron ninguneándole -tuvo que estrenar Día de fiesta en un cine de los suburbios de París antes de hechizar a los asistentes de Venecia y Cannes- y tuvo bastantes problemas financieros para retomar su carrera posterior. Eso hace aún más querible su personaje y su obra. Hace aún más grande al inmortal señor Hulot, arquetipo antiheroico del cine de este genio de sombrero y pipa, defensor del hombre común: "No me gusta la mecanización, no me gusta sentirme militarizado, prefiero vivir en un barrio antiguo y humano que en medio de una red de autopistas, aeropuertos y carreteras y de todo el barullo de la vida moderna". Palabra de Tati, visionario de tantas cosas frente a tanto empeño en el caos sin sentido.

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