Columna

Gato encerrado

Llevo una temporada en que mis dos o tres amigas más fervientemente feministas no paran de llamarme guapo. Y yo me pregunto: ¿qué es lo que buscan? No puedo decir que les alabe el gusto. No es el gusto lo que ponen en juego y sin duda no es el gusto lo que inspira su comentario. Todavía más: algunas de ellas ni siquiera son partidarias de buscar gusto en los hombres.

Mi madre decidió abrirme los ojos a una edad temprana, pero yo me negué a aceptar lo que decía. ¿Por qué no iba a tener suerte, en el azaroso casino de la vida, con el robusto sexo débil? Pero salí a la calle y en los ritos...

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Llevo una temporada en que mis dos o tres amigas más fervientemente feministas no paran de llamarme guapo. Y yo me pregunto: ¿qué es lo que buscan? No puedo decir que les alabe el gusto. No es el gusto lo que ponen en juego y sin duda no es el gusto lo que inspira su comentario. Todavía más: algunas de ellas ni siquiera son partidarias de buscar gusto en los hombres.

Mi madre decidió abrirme los ojos a una edad temprana, pero yo me negué a aceptar lo que decía. ¿Por qué no iba a tener suerte, en el azaroso casino de la vida, con el robusto sexo débil? Pero salí a la calle y en los ritos iniciáticos comprobé que mi madre había dicho la verdad: la política de la Mujer (ese arquetipo) frente a mis acciones de campaña fue más propia de los tiempos de la Guerra Fría. Nada que ver con los paraísos de placer que anunciaron, años antes, hippies, filósofos de Berkeley y profetas del amor libre. Para explicar la frustración de tantos planes, uno tuvo que masticar rencorosas teorías, en compañía de algún feo camarada también ninguneado: que el amor libre era una leyenda, que las vascas eran frígidas o incluso, en recurso desesperado al imaginario progresista, que el placer estaba proscrito en un mundo gobernado por Ronald Reagan y Margaret Thatcher. A decir verdad, ninguna de aquellas teorías se sostuvo. Más que la pública explosión del amor libre, el amor siguió siendo cosa privada, un secreto a salvo de la mirada de los otros, practicado en el dormitorio, la habitación de hotel o el ascensor (porque nada hay más privado, por otra parte, que un ascensor cuando se detiene de golpe entre dos pisos). De modo que uno siguió asistiendo al universo varado en el viejo bar, en compañía de un feo camarada, mientras ellas daban ritmo a los asientos abatibles de los coches ajenos. Mejor no maquillar con un rodeo ideológico lo que fue algo más sencillo: ellas decidieron invertir su juventud en otra parte. Ni Ronald Reagan ni nada.

Pero a lo largo de la travesía del desierto uno encontró de vez en cuando milagrosos manantiales, de modo que no todo fue perdido. A cada una de aquellas contadas, pero excelsas compañeras aún prodigo, en la memoria, un orgánico respeto. Incluso hubo casuística como para escribir más de una historia. Entre mentira y mentira, cuando uno urde estas cosas, siempre se desliza, de repente, la verdad. Y sin embargo ahora, de improviso, llevo una temporada en que mis amigas más rabiosamente feministas no paran de llamarme guapo. ¿Será que ya no me respetan? ¿Será que mi crítica a sus postulados ha perdido todo efecto disolvente? ¿Será que con los años uno torna inofensivo? ¿A qué viene tan falaz misericordia? Ni siquiera padezco una depresión que justifique terapia tan piadosa, ni una patología terminal que perturbe a mis amigas y las convierta en enfermeras. Definitivamente, aquí hay gato encerrado.

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