Columna

Canapé: ética y estética

Tendrá que ver con la crisis, pero de un tiempo a esta parte escasea el canapé. Uno agavilla su colección de invitaciones, se ajusta la corbata y emprende el semanal itinerario de presentaciones, eventos y homenajes. Y de pronto, presentaciones, eventos y homenajes toman un aire sencillo, se vuelven espartanos. Es el canapé o, mejor dicho, la ausencia del canapé. Las cosas han cambiado hasta el punto de que el canapé desaparece, o queda reducido a la mínima expresión: cacahuetes, peladillas, delicias de antropoide. Lejos quedan los tiempos en que un cóctel cerraba el evento y dejaba cenado al ...

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Tendrá que ver con la crisis, pero de un tiempo a esta parte escasea el canapé. Uno agavilla su colección de invitaciones, se ajusta la corbata y emprende el semanal itinerario de presentaciones, eventos y homenajes. Y de pronto, presentaciones, eventos y homenajes toman un aire sencillo, se vuelven espartanos. Es el canapé o, mejor dicho, la ausencia del canapé. Las cosas han cambiado hasta el punto de que el canapé desaparece, o queda reducido a la mínima expresión: cacahuetes, peladillas, delicias de antropoide. Lejos quedan los tiempos en que un cóctel cerraba el evento y dejaba cenado al asistente. Lejos los tiempos, en fin, en que la asistencia a un paraninfo y el aplauso consiguiente venían gratificados por tan piadoso refrigerio. por tan piadoso refrigerio.

Pero no todo son desventajas. El cóctel venía trufado de momentos embarazosos, imputables a la intrínseca crueldad de los servicios de restauración. Por ejemplo, hay un hotel en mi ciudad, epicentro de toda clase de eventos sociales, cuya lindeza favorita eran los fritos de chuletilla de cordero. Se trataba de unos objetos diabólicos, temibles. Los camareros patrullaban con sus bandejas llenas de chuletillas rebozadas en bechamel, huevo y pan rallado. Uno cogía la chuletilla y debía luchar a tientas con el hueso, con los tendones, con los grumos de grasa. Eran pinchos impracticables, un atentado al buen gusto y a las normas que gobiernan la alimentación delante de extraños. Había que digerir de golpe trozos de hueso o de sebo, para no andar expulsando cosas por la boca, y entre tanto llevar en la mano el hueso principal, a la espera de que algún piadoso camarero se acercara con un plato donde depositar la carroña. En fin, todo un engorro, más si uno debía saludar en el camino a damas y caballeros, escritores y editores, viceconsejeros, subjefes y agregados.

Y hay más ventajas en la desaparición del canapé: la vida social se vuelve dinámica. En efecto, los actos de homenaje, las entregas de premios, las inauguraciones, las sesiones de apertura, las sesiones de clausura, las sesiones intermedias, pasan ahora en un suspiro. Gracias a la restricción presupuestaria los asistentes pueden llegar a casa a una hora razonable, ver a los niños aún despiertos, intercambiar alguna palabra con el cónyuge que custodia el hogar.

Cuando no hay canapé, todo es más fácil. Es como más ligero: las entregas de placas, diplomas y estatuillas; las interpretaciones de ochotes, rondallas y orfeones; los reconocimientos al empresario del año, al tirador de dardos del año. Clusters, organismos autónomos, diputaciones forales, grupos de comunicación, cajas de ahorros, editoriales, todos se aprietan el cinturón. Concluye el acto en un suspiro y, de ese modo, casi con lágrimas en los ojos, llegamos a tiempo de ver despiertos a los niños y cenar con ellos algo, algo que no son canapés.

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