Columna

Funcionarios

Las teorías socio-religiosas de Max Weber han hecho fortuna: ahora son casi vox pópuli. Ya saben, aquello de que el capitalismo y la ética del trabajo tienen raíces protestantes. Puede que sea cierto; en cualquier caso, hoy resulta irrelevante. La riqueza y la pobreza se explican mejor, históricamente, por otras razones. Podríamos señalar dos fundamentales: la distancia del Estado (o la presencia de un Estado liberal e inapetente) y el movimiento demográfico.

Miremos el mapa de Europa. Dos de los países con mayores concentraciones industriales, Alemania e Italia, no existieron ha...

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Las teorías socio-religiosas de Max Weber han hecho fortuna: ahora son casi vox pópuli. Ya saben, aquello de que el capitalismo y la ética del trabajo tienen raíces protestantes. Puede que sea cierto; en cualquier caso, hoy resulta irrelevante. La riqueza y la pobreza se explican mejor, históricamente, por otras razones. Podríamos señalar dos fundamentales: la distancia del Estado (o la presencia de un Estado liberal e inapetente) y el movimiento demográfico.

Miremos el mapa de Europa. Dos de los países con mayores concentraciones industriales, Alemania e Italia, no existieron hasta el siglo XIX. Hasta entonces no había Estado, sino un imperio perezoso como el austro-húngaro, unos cuantos duques y los prohombres locales. No fueron Bismarck ni Cavour quienes crearon el tejido empresarial en torno a Hamburgo, Francfort o Milán: eso existía desde antes, igual que la banca (sin los préstamos de la familia Rothschild, el continente habría evolucionado de forma distinta) o el sentido comercial.

¿Quién es capaz, en Cataluña, de generar casi 40.000 puestos de trabajo anuales? La Administración pública. Sólo ella.

Los Países Bajos, otro ejemplo de éxito económico, sí tenían Estado, pero pequeño, burgués y con vocación mercantil: Nueva York, por ejemplo, conserva en su genética colectiva el ADN holandés, y sigue sin parecerse al resto de Estados Unidos. Dejemos Gran Bretaña (su revolución industrial fue un subproducto del imperio), Francia (el Estado napoleónico se ve a sí mismo como una gigantesca empresa familiar) y a los escandinavos, que son caso aparte.

El movimiento demográfico, es decir, las idas y venidas de población, la mezcla y la movilidad, constituye otra característica de las zonas que han mantenido hasta hoy un espíritu económicamente innovador.

En cierta forma, y sin tirar demasiados cohetes porque suele exagerarse cuando se habla del antiguo dinamismo catalán, Cataluña compartía algunos de esos rasgos. Solía tener al Estado lejos, excepto cuando desfilaban tropas, se pagaban impuestos o tocaba bombardeo, y estaba habituada al mestizaje.

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El historiador Jordi Nadal afirmó el otro día que los catalanes se habían vuelto comodones, habían perdido ambición y desarrollado una perversa afición por colocarse en alguna Administración pública, lo que en general se asimila al empleo seguro, el horario fijo, los horizontes limitados (excepto, evidentemente, en las áreas de urbanismo) y la escasa voluntad de asumir responsabilidades.

Es una teoría interesante y, aceptando la injusticia de cualquier generalización, probablemente acertada. La vocación burocrática puede explicarse por muchas razones (el desempleo crónico, la deslocalización de la industria, la precariedad laboral de la mayoría de los jóvenes), pero conviene no perder de vista lo más obvio: el funcionariado es, con diferencia, quien más empleo ofrece. ¿Quién es capaz, en Cataluña, de generar casi 40.000 puestos anuales? La Administración pública. Sólo ella.

Ya no se trata de si este inmenso aparato administrativo funciona de manera eficiente, aunque también, sino de si es sostenible. ¿Lo es? Salvo milagrosa aparición de petróleo en el subsuelo del Fórum o de Port Aventura, no. Ni con una mejor compensación fiscal, ni con la financiación pública más generosa: esto no se aguanta a medio plazo. Cataluña está drenando sus recursos productivos, está empezando a vivir de crédito y se coloca en muy mala posición para enfrentarse a los próximos 15 o 20 años, que empiezan con la actual crisis y acaban, si se cumple lo previsto, en una pesadilla demográfica: casi tantos pensionistas, funcionarios y subsidiados como creadores de riqueza.

Antes, cuando el Estado estaba muy lejos y el capitán general muy cerca, se decía que los catalanes sentían aversión por el funcionariado y por los controles burocráticos, a excepción de los aranceles que protegían la industria local. Esa aversión se ha demostrado falsa: el Estado (la Generalitat y demás administraciones) nos encanta, y mejor cuanto más gordo. En ese sentido, podemos sentirnos afortunados: las administraciones públicas son los únicos organismos del universo que pueden ganar peso, pero nunca perderlo.

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