Columna

El aborto en su laberinto

Con la oposición crecida por las elecciones europeas volverá al disparadero la ley del aborto. Una reforma que el Gobierno ni ha explicado como debe ni ha sabido vender. Su tosquedad está cosechando un rechazo muy por encima de lo que cabría esperar de un anteproyecto que introduce correcciones razonables para acabar con las burradas que propicia la ley vigente. Lo gestionan tan mal que han logrado sembrar la duda y la división entre sus propias filas. Tal vez se precipitaron tratando de provocar a los obispos para que salieran con la pancarta antes del 7-J y la Iglesia esta vez no picó. En Ro...

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Con la oposición crecida por las elecciones europeas volverá al disparadero la ley del aborto. Una reforma que el Gobierno ni ha explicado como debe ni ha sabido vender. Su tosquedad está cosechando un rechazo muy por encima de lo que cabría esperar de un anteproyecto que introduce correcciones razonables para acabar con las burradas que propicia la ley vigente. Lo gestionan tan mal que han logrado sembrar la duda y la división entre sus propias filas. Tal vez se precipitaron tratando de provocar a los obispos para que salieran con la pancarta antes del 7-J y la Iglesia esta vez no picó. En Roma se debieron de coscar de los efectos adversos que causa en la actitud del electorado conservador la intromisión de los curas en la cosa civil. El mal arranque de la reforma ha permitido en primer término reabrir una discusión cerrada hace más de 20 años. Todos sabemos que detrás del anteproyecto había un comité de expertos que se curraría el texto con algún conocimiento y seguro que la mejor voluntad. Todos intuimos también que la joven ministra de Igualdad ni es la autora del documento ni habrá osado tocarle una sola coma. Permitir que pareciera una elucubración de su bisoña cabeza y que se metiera en aquel jardín metafísico sobre la génesis del ser humano es una torpeza que animó a los recalcitrantes a volver a los mismos postulados de los años ochenta. Y a ellos no les vale una ley de plazos, ni la limitación a las 11 semanas, ni les valdría interrumpir embarazos de siete días, ni los de una sola hora. Para esa gente, en cuanto el óvulo está fecundado ya hay un ser humano en toda regla, y si me apuran, antes de que el espermatozoide entre en contacto con él también tenemos un alma en ciernes, con lo cual, ni preservativos ni leches. Tienen todo mi respeto, pero la obligación del Gobierno es legislar para los que están iluminados y para los que no. Peor presentado estuvo aún el punto de la reforma que permite a las chicas de entre 16 y 18 años abortar sin permiso de los padres. Tal y como lo expusieron, los padres quedan como unos pringados que nada tienen que decir ni hacer salvo pagar las facturas, y a eso no hay dios que se apunte. Mucho más sensato sería atribuir a los progenitores el derecho legal de estar totalmente informados garantizando su implicación junto al deber de prestar a su hija todo el apoyo que la situación requiere. Asegurados esos términos, ella y nadie más que ella ha de tener la última palabra, porque es su vida, no la de sus padres, la que, de una forma u otra, queda condicionada para siempre. Tal vez quienes tanto se escandalizan no se han parado a pensar que habrá padres, y no serán pocos, que, en contra de la voluntad de su hija, no quieran que el embarazo prospere. Es verdad que para una chavala de 16 años la encrucijada es mucho tomate, pero si la ley no les exige el plácet paterno para ponerse tetas y morros, o tirarse al vecino del quinto, cómo les va a impedir que decidan sobre su maternidad. El del aborto es un asunto de conciencia al margen de derechas o izquierdas, un tema difícil que suscita un debate interior del que cada uno sale como buenamente puede. Sólo quienes viven sometidos a los dogmas de fe, sean del tipo que sea, escapan a la vacilación, siempre que las circunstancias no les jueguen una mala pasada y les aboquen a tumbar sus hasta entonces sólidas convicciones. Cuántas familias bien han optado por contrariar sus creencias religiosas llevando a la niña a Londres para que aborte y tapar así lo que consideraban un deshonor y una vergüenza en su entorno social. En esta materia ha habido tanta y tan gruesa hipocresía que los fundamentalismos insultan a la inteligencia. El colmo es la irrupción del cardenal Cañizares en la cuestión afirmando que el abuso de menores no es tan grave como el aborto. Que con todo lo que han destapado en los colegios de Irlanda y lo que destaparon en Estados Unidos sobre sacerdotes pederastas, y que con todo lo que han tapado aquí en España, Cañizares salga por ese registro revela hasta qué extremo la jerarquía eclesiástica ha perdido el sentido de la realidad y el sentido común. Y que en plena campaña el candidato del PP a las europeas lo haya defendido levantando ampollas en su propio partido revela asimismo hasta que punto don Jaime tiene mayor algo más que la oreja. Confiemos en que, pasado el fragor electoral, la discusión recupere el sosiego y la cordura necesaria para salir del laberinto. Algo en lo que no han ayudado las torpezas del Gobierno, las simplezas de la oposición ni la mezquindad de la Iglesia.

Al debate del aborto no ha ayudado la torpeza del Gobierno ni la mezquindad de la Iglesia
Cuántas familias bien han optado por contrariar sus creencias religiosas y llevar a la niña a Londres
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