Análisis:EL ACENTO

El naturalista que todos somos

En buena medida el gran naturalista es el que no ha perdido la capacidad de asombro, e incluso de alborozado regocijo, del niño ante el mundo y la vida. En este año consagrado a Darwin no es difícil recordar los entusiasmos del científico de El origen de las especies ante las iguanas o los fósiles durante su viaje en el Beagle. Un arrebato de la era de los descubrimientos que reprodujo muy bien en sus novelas Patrick O'Brian (sí, el de Master and Commander) al retratar al más gran naturalista de ficción que jamás ha sido, Stephen Maturin, basado en otro entusiasta, éste real, el ...

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En buena medida el gran naturalista es el que no ha perdido la capacidad de asombro, e incluso de alborozado regocijo, del niño ante el mundo y la vida. En este año consagrado a Darwin no es difícil recordar los entusiasmos del científico de El origen de las especies ante las iguanas o los fósiles durante su viaje en el Beagle. Un arrebato de la era de los descubrimientos que reprodujo muy bien en sus novelas Patrick O'Brian (sí, el de Master and Commander) al retratar al más gran naturalista de ficción que jamás ha sido, Stephen Maturin, basado en otro entusiasta, éste real, el gran Joseph Banks, y capaz de jugarse la vida por avizorar una nueva especie de pájaro.

Nuestra época ha alumbrado un tipo especial de naturalista, el del naturalista-comunicador y gran divulgador, el naturalista devenido estrella popular gracias a la televisión. Y ahora el Premio Príncipe de Asturias acaba de galardonar a uno de los más representativos de la, valga la palabra, especie: el bueno de David Attenborough, al que debemos algunos de los momentos más asombrosos de nuestras sobremesas.

El caso de naturalista mediático que más rápido viene a la cabeza es el del simpático, aunque un tanto vehemente, Steve Irwin, el célebre cazador de cocodrilos australiano, ese Puck en caqui al que mató su propia pasión en forma de raya mientras nadaba, quizá fiado demasiado imprudentemente a su suerte, para filmar a uno de esos animales.

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Irwin era paradigmático hasta la exageración de ese entusiasmo casi infantil y tan contagioso que a él le llevaba a tirar de la cola a un crótalo o a sentarse sobre un cocodrilo. Pero, aunque mucho menos circenses, algo de su espíritu travieso hay en los otros naturalistas que nos han llevado hasta los predios de la morsa o el cubil del lobo. Lo había en Félix Rodríguez de la Fuente, en Cousteau, en Gerald Durrell. Y lo hay en sir David Attenborough.

En el naturalista británico se premia no sólo al gran divulgador científico, al hombre que avizora las maravillas de nuestro planeta y advierte los riesgos que éste corre, sino al niño que todos llevamos dentro y que nunca debió dejar de fascinarse al observar el hormiguero o a los renacuajos en el estanque.

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