Columna

Pararrayos

Grandes miedos. Grandes milagros. Grandes pararrayos. Ésta es la síntesis fabulosa del trance en el que estamos. ¿Qué haríamos sin el enorme pararrayos emocional del fútbol? ¿Y sin el milagro de poder ver a Carla Bruni y compañía en el móvil? ¿Qué aliciente le encontraríamos a la existencia global sin soñar en vencer la amenaza de los virus mutantes sin fronteras? ¿Y qué expectativas abre un mundo en crisis? Aquí mismo, se reduce el tráfico, lo que se mide en menos accidentes y quizá traiga un aire menos contaminado. La incertidumbre tiene su lado interesante.

¿Cuántas cosas habíamos ol...

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Grandes miedos. Grandes milagros. Grandes pararrayos. Ésta es la síntesis fabulosa del trance en el que estamos. ¿Qué haríamos sin el enorme pararrayos emocional del fútbol? ¿Y sin el milagro de poder ver a Carla Bruni y compañía en el móvil? ¿Qué aliciente le encontraríamos a la existencia global sin soñar en vencer la amenaza de los virus mutantes sin fronteras? ¿Y qué expectativas abre un mundo en crisis? Aquí mismo, se reduce el tráfico, lo que se mide en menos accidentes y quizá traiga un aire menos contaminado. La incertidumbre tiene su lado interesante.

¿Cuántas cosas habíamos olvidado hasta llegar al presente desde esta esquina del planeta que es Barcelona? En medio de grandes miedos y grandes milagros, esta ciudad es, por sí misma, un pararrayos, como si el mejunje global nos llegara con sordina porque siempre se ha convivido con la incertidumbre. Filtrado por el escepticismo, aquí, para calibrar miedos y milagros, se echa mano del enorme recurso llamado Barça, "el ejército de Cataluña", según definición personal de Bobby Robson, "una multinacional de los sentimientos", en palabras, ya antiguas, de Joan Gaspart. El Barça es bálsamo que cura heridas mientras las crea, absorbe enajenaciones y las produce, recrea esperanzas y transforma los fracasos en oportunidades: pura incertidumbre.

¿Tan importante es todavía la escenografía del poder? ¿Quién desconoce lo que es la austeridad?

¿Quién da más? Hasta los no futboleros tenemos que quitarnos el sombrero ante la inigualable potencia del fenómeno. Que el Barça sea como Gaudí y Montserrat juntos, convoque tanta atención como Barack Obama y el G-8 que Berlusconi reunirá en el devastado territorio de L'Aquila, o estremezca como los histéricos índices de la Bolsa, todo ello sin ayuda de Walt Disney ni de J. J. Abrams (creador de la fabulosa serie Lost, cuyo final se verá pronto en todo el planeta simultáneamente después de seis temporadas triunfales), es un asombro para propios y extraños. Qué gran pararrayos para tiempos difíciles.

¿De qué se ocuparía ahora mismo la gente sin el fútbol? No habría más remedio que remover los miedos, desmontar los milagros y proponer soluciones tan elementales -y obligadas- como la austeridad. Austeridad para todos, claro. Habrá quien diga que eso es una revolución: ni mucho menos. No habrá quien se crea lo de la crisis mientras los trajes de Carla Bruni y de la princesa Letizia o las cenas de Estado interesen más que, digamos, los cuatro millones de parados, o qué hacen los bancos realmente con el dinero público, o cómo vive el millón de familias españolas en las que nadie trabaja. Hemos visto estos días el enorme hueco que hay entre esas fotos de exhibición -política, cierto- de glamour capitalino y la realidad obligada de la austeridad para la mayoría. ¿Tan importante es todavía la escenografía del poder? ¿No estamos ante realidades necesariamente austeras en todos los sentidos? ¿Quién desconoce lo que es la austeridad?

En 1990, durante un viaje por Estados Unidos, tuve el placer de ser invitada a comer por el presidente del Capitolio (el Congreso) de Iowa, situado en un imponente y pretencioso edificio construido en 1871 como réplica al de Washington. Ante mi asombro, después de la cálida recepción de un puñado de amables congresistas, de la visita al histórico edificio y la explicación de los trabajos legislativos, se me llevó al comedor, donde, sentados en una larga mesa de madera noble y bajo unas preciosas pinturas, comimos (sin cubiertos, por supuesto, y sin platos) unos correctos sándwiches cuyas migas depositábamos en servilletas de papel. No recuerdo si hubo postre. Comprendí inmediatamente que cortesía, información, política y austeridad pueden ser compatibles. A fin de cuentas, aquella gente me acogía con dinero público.

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Fue una lección inolvidable de la dignidad política de la clase media, como si, sin perifollos, todo en la política resultara más verosímil. Cuesta imaginar a tanto dirigente español hablando de resolver la crisis en una cena protocolaria. Quizá la austeridad, que tanto miedo parece dar a nuestros representantes, está en esos detalles que dan la medida de un país de nuevos ricos en el que las ministras tienen que parecer estrellas de cine y los altos cargos lucen un bronceado de jugadores de tenis. Y todos ellos, juntos, acaban dando la impresión de prepararse para salir en ese ¡Hola! en que, a veces, se convierte el telediario. En épocas de miedos y de crisis esos detalles sobresalen como claveles sobre un féretro.

La austeridad pública de quienes dirigen países, pueblos y ciudades se manifiesta de muchas formas. Y aquí nadie habla de suprimir ministerios y consejerías, o ajustar gastos relacionados con el estatus. Más bien todo lo contrario. Cuando los trabajadores -de Seat, por ejemplo- dan el paso de contener sus sueldos, no parece que ni los jefes empresariales ni quienes tienen responsabilidades colectivas se den por enterados de lo que todo el mundo es capaz de ver: la austeridad es un pararrayos imprescindible para ellos mismos.

m.riviere17@yahoo.es

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