Columna

Un paseo entre duendes

Una noche de invierno -como en el relato de Italo Calvino- en el salón de un hotel sin apenas huéspedes escuché en una pianola automática piezas de Schumann, Chopin y Satie. Aunque heredera de los organillos la pianola era en realidad un moderno Yamaha en el que las teclas se iban hundiendo al ritmo preciso del pianista invisible que las tocaba. Como nunca había visto hasta entonces un artefacto de este tipo me quedé escuchando hipnotizado, sobre todo las Gymnopédies de Erik Satie que parecían, no sabría decir por qué, especialmente adecuadas para ser interpretadas por dedos invisibles....

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Una noche de invierno -como en el relato de Italo Calvino- en el salón de un hotel sin apenas huéspedes escuché en una pianola automática piezas de Schumann, Chopin y Satie. Aunque heredera de los organillos la pianola era en realidad un moderno Yamaha en el que las teclas se iban hundiendo al ritmo preciso del pianista invisible que las tocaba. Como nunca había visto hasta entonces un artefacto de este tipo me quedé escuchando hipnotizado, sobre todo las Gymnopédies de Erik Satie que parecían, no sabría decir por qué, especialmente adecuadas para ser interpretadas por dedos invisibles.

El magnífico concierto, algo espectral a decir verdad, me hizo pensar por primera vez en la música desde el punto de vista de los instrumentos y no, como es habitual, del de los compositores y ejecutores. En el gran duelo, y en el gran juego, entre el músico y el instrumento no han faltado intérpretes que a la caza de la perfección total han soñado con llegar a prescindir del aparentemente imprescindible compañero: Glenn Gould, sin ir más lejos, afirmaba que en el concierto perfecto el pianista debería prescindir del piano para teclear en el interior de su mente. Algo semejante a lo que opinaba Adrian Leverkhün, el compositor ideado por Thomas Mann en su novela Doktor Faustus, un hombre que en sus composiciones finales deja de lado el piano para que el alma, sin condicionamientos sensoriales, trabaje con la mayor libertad. Las posiciones de Glenn Gould y Adrian Leverkhün -éste desde la ficción- representan adecuadamente, creo, una de las fantasías del músico: emanciparse del instrumento que tan perentoriamente necesita. Como el pintor que quiere olvidarse de los pinceles para ver bien la obra en su interior; como el escritor que quisiera escribir todo su libro sin mover un músculo sobre el papel; como el arquitecto que, siguiendo a Leon Battista Alberti, contempla con mayor gozo el edificio en forma de idea que sometido a la servidumbre de la realidad.

Cada instrumento musical es el testimonio callado de un sinfín de conciertos

Claro que igualmente legítima, como sugerían los divertimentos nocturnos de la pianola automática, es la emancipación en el sentido contrario. Cuando observamos un edificio podemos eliminar tranquilamente al arquitecto que hace años o siglos lo construyó y quedarnos con el mundo que lo vio nacer y con los mundos que lo han recorrido desde entonces; y algo semejante ocurre con un cuadro, que ya no es el del pintor que lo pintó, sino de quienes una y otra vez han puesto sus ojos sobre él, o con un libro, objeto que muy pronto deja de ser propiedad de su autor -diríamos casi desde que abandona el estado de manuscrito- para convertirse en cautivo de las sucesivas generaciones de lectores que pueden, si quieren, moldeando a su placer. De ahí el carácter evocador de las grandes bibliotecas o de los museos que, como los Uffizi de Florencia, atrapan en su caos el poder del arte y el estupor que ese poder ha provocado en miles de retinas.

Con todo debo confesar que quizá la emancipación más fascinante se produce con los instrumentos de música cuando, liberados de sus constructores e intérpretes, se presentan ante nuestros ojos, ante nuestros oídos, como poseedores secretos de tesoros que nunca, nadie, podrá admirar en un solo concierto. Cada instrumento musical es el testimonio callado de un sinfín de conciertos y es precisamente en ese silencio en el que reconocemos el desfile incesante de sonidos y las emociones que se arremolinan alrededor de ellos. En ese oboe que tenemos delante escuchamos a Mozart y los latidos de la época de Mozart y las sugestiones que entre esa época y la nuestra se han esparcido en el aire. Y ese violín, ¿cuántos mundos, individuales y colectivos, ha visto desvanecerse y renacer?

El paseo por los vericuetos de una gran colección de instrumentos musicales ofrece una experiencia única. De ahí que el otro día me alegrara al leer en el último número de Diapasón, la prestigiosa revista de música francesa, que el Museo de la Música, inaugurado no hace mucho en Barcelona, era considerado uno de los mejores de Europa. Con toda justicia, me parece. Gracias al talento y al tesón de su director, Romà Escalas, la vieja colección depositada en el Palau Quadras ha resurgido en todo su esplendor en el espacio del Auditori permitiendo, por primera vez, una auténtica propuesta museográfica. El visitante, el paseante más bien, se mueve entre los instrumentos musicales como si estuviera recorriendo un vasto pedazo de la historia de Europa, ya no únicamente musical sino, por así decirlo, vital. Ve y, si quiere, oye; y al oír vuelve a ver lo que sucedió aquí y allá y, si quiere, siente de nuevo lo que otros sintieron o sencillamente siente por primera vez y se convierte en dueño absoluto de este instante. Es un paseo entre duendes.

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Un lugar que ofrece algo así reconocerán que no es poca cosa en comparación a tantos lugares suntuosos que nos rodean sin ofrecer nada.

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