Crítica:LOS LIBROS DE LA SEMANA

La transgresión del mito

La crítica especializada no ha dejado nunca de considerar la obra de Julián Ríos como ese espacio de la ficcionalidad donde el lector tiene que doblegarse ante la fatalidad de su provocación. Se afirma eso con la seguridad del que defendiendo tal provocación asegura el placer que supone perderse en la complejidad textual, ceder ante los sobreentendidos literarios, dejarse invadir por los juegos lingüísticos, y los equívocos mil que el escritor gallego despliega en todos sus libros. Todo ello se desprende de las lecturas de Larva (1983) y de Poundemonium (1986). La línea de maquin...

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La crítica especializada no ha dejado nunca de considerar la obra de Julián Ríos como ese espacio de la ficcionalidad donde el lector tiene que doblegarse ante la fatalidad de su provocación. Se afirma eso con la seguridad del que defendiendo tal provocación asegura el placer que supone perderse en la complejidad textual, ceder ante los sobreentendidos literarios, dejarse invadir por los juegos lingüísticos, y los equívocos mil que el escritor gallego despliega en todos sus libros. Todo ello se desprende de las lecturas de Larva (1983) y de Poundemonium (1986). La línea de maquinación conjetural, de cronometrado desconcierto textual prosigue en libros posteriores. En Sombreros para Alicia (1993), por ejemplo. Aquí Lewis Carroll convive con Kafka y Melville (el mismo Melville que prefigura la obra del praguense, según Borges, autor a su vez que no es extraño en el espacio de Ríos), la prosa enfila la perplejidad del lector, haciendo que el sentido adquiera infinitud de matices. El libro comenzaba: "Un sombrero no es un sombrero" y terminaba con una cita de Joyce, del Ulises: "Un sombrero es un sombrero". Podría decir también con el mismo espíritu perturbador Julián Ríos que una novela es una novela y no es una novela. Creo que en esta tesitura habría que leer la obra de ficción, y también la de no ficción, del autor.

Puente de Alma

Julián Ríos

Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores.

Barcelona, 2009

363 páginas. 22 euros

Del reportaje que hizo Borja Hermoso la semana pasada en este mismo diario, a propósito de la publicación de Puente de Alma, la nueva novela de Julián Ríos, a este crítico le quedó grabado lo que se dice en una misma columna. Una afirmación de Ríos: "Yo siempre he creído que en literatura hay que cabalgar dos caballos a la vez: el de la narración y el del lenguaje. Si no se hace la cosa falla". Y una observación del mismo reportero: "Ríos recostado en un sofá de su casa, muy cerquita de una primera edición de Rayuela de Cortázar". Respecto a lo primero hay que decir que Puente de Alma ensancha el campo de lo narrativo más allá de lo que suele ser habitual en el escritor. Pero lo narrativo siempre existió, aunque estuviese sostenido por un tenue hilo argumental, como sucede en Monstruario (1999). Lo narrativo no es sólo lo que se cuenta, también lo conforman todas las estrategias que simulan una no narración. Narración y retórica forman siempre un solo cuerpo en Ríos. Y la materia de su transgresión, la materia y su alma. Y respecto a lo segundo, esa edición de Cortázar, que no debe hacernos olvidar que prestó mucho de su método a Larva, pero que yo vuelvo a encontrar en Puente de Alma, con su misma heterodoxia compositiva y ese sentido de la libertad con que se mueven las voces que la articulan.

La nueva novela de Julián Ríos rescata personajes que ya conocimos en novelas suyas anteriores. Retoma la voz narradora de Monstruario, la voz de Emil. Y a Víctor Mons. Su centro de gravedad puede parecer que es la muerte trágica de la princesa Diana de Gales. Y ese morboso fetichismo alrededor de su figura. De hecho, esta historia rosa (pero que el afán de sensacionalismo de los medios, con la no poca colaboración de la ciudadanía que lo consume, convierte en una atractiva y rentable historia negra) incrustada en este libro pletórico de referencias literarias, con hombres y mujeres de carne y hueso cuyas vidas y destinos no nos parecen menos literarios, todo ello le otorga su toque de distinción estético: una irreverente disonancia al más exigente estilo vanguardista. Ríos, además, juega con la conspiración porque sabe que es como un puzle, lo dice el mismo Emil, una construcción donde las piezas que no encajan se inventan. Una novela, una invención sobre Diana de Gales (esa pobre princesa que bien pudo ser el alma gemela del propio chofer que la mató) que dispara todas las coincidencias, todas las acciones paralelas más insospechadas, algunas célebres desapariciones, muertes no menos trágicas que la de Diana. Y también, como no podía ser de otro modo tratándose de Ríos, su humor verbal. ¿Cuál es entonces exactamente el territorio en que se mueve la novela o no novela de Julián Ríos? Probablemente el de una sensual y reglada incertidumbre. Zonas opacas del calibre de los hermanos Benjamenta y su academia de servidumbre (Robert Walser), o Wakefiel, el primer hombre de la modernidad que va en busca de tabaco y no regresa en veinte años (de Hawthorne). Nos cuenta Coetzee que W. G. Sebald no se consideraba un novelista y que "el término que prefería era escritor en prosa". Algo hay en esta magnífica obra en prosa, de la melancolía y del vértigo admirativo por algunos misterios humanos de Sebald, y de su generosa y sabia disponibilidad para reunir hombres, desdichas y libros distintos en un mismo y magnético paisaje textual.

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