Tribuna:

Sant Jordi

Desde que tengo uso de razón recuerdo Sant Jordi como un día de una pasta especial en el que las horas se desplegaban con entereza incandescente. Si rebobino unos años me veo en el colegio, aprendiendo la leyenda de un caballero que mataba a un dragón. Había clase, pero una seductora excitación flotaba en el ambiente y torpedeaba la costumbre.

Cuando una tarde en el paseo de Gracia de Barcelona tres amigos juntamos monedas para comprar una rosa que regalar a la profesora, intuí que Sant Jordi puede mezclar amor y literatura como el mejor de los sonetos. Quien lo vivió lo sabe. Quizás po...

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Desde que tengo uso de razón recuerdo Sant Jordi como un día de una pasta especial en el que las horas se desplegaban con entereza incandescente. Si rebobino unos años me veo en el colegio, aprendiendo la leyenda de un caballero que mataba a un dragón. Había clase, pero una seductora excitación flotaba en el ambiente y torpedeaba la costumbre.

Cuando una tarde en el paseo de Gracia de Barcelona tres amigos juntamos monedas para comprar una rosa que regalar a la profesora, intuí que Sant Jordi puede mezclar amor y literatura como el mejor de los sonetos. Quien lo vivió lo sabe. Quizás por eso para los catalanes el 23 de abril no sólo es el Día del Libro, también es San Valentín.

El día ofrece situaciones idílicas y el buen rollo siente que tiene superioridad numérica. Lo bonito es que caiga entre semana. Es un día laborable vivido como una fiesta. No hay otro igual. Una jornada cuya onda expansiva llega a mezclar lo popular y lo literario dejando la metafísica en su punto.

He pasado Santjordis de la mano de otros alumnos, con bata y sin dinero, Ramblas abajo, entre el trajín y el asombro, fascinado con las portadas de los cómics de Eric Castel, el delantero del Barça que yo sería de mayor, con los dibujos de Kasperle y los tres investigadores de Hitchcock. Otros Santjordis trabajando en librerías, e incluso otros planificando en su vigilia vender rosas con gente de clase para forrarnos sin que luego cumpliéramos nada de lo proyectado porque el despropósito duraba lo que duraban las cervezas.

Luego descubrí que era mágico porque en ese día, en 1616, fallecieron Shakespeare y Cervantes. No pasaba un 23 de abril sin que me preguntara cómo era posible esa coincidencia hasta que leí que no era cierto. Cervantes falleció el 22 pero lo enterraron el 23. Shakespeare aún peor: la Inglaterra de entonces se regía por el calendario juliano y murió un 3 de mayo. Yo prefiero pensar que murieron ese día. Total..., hay quien sostiene que es probable que ambos fueran la misma persona.

Desde primera hora del día, Sant Jordi se introduce en uno como un bicho en una fruta, con intención de sorber su jugo, y establece en nuestro talante un mapa sentimental del que nadie quiere irse. En las calles, en las emisoras, en las librerías, los lectores se dejan aconsejar por el instinto. Al igual que toda religión, suscita fanáticos y conversos a los que por 24 horas les sobra razón para ir acumulando las quimeras que habitan en los libros.

Cuando cae la tarde y las rosas que valían tres euros se consiguen por uno, se entiende que también tiene su fugacidad. Es un día para exprimirlo. Como se comprueba en ciertas coctelerías de Barcelona poco iluminadas, se le puede encontrar su recinto erótico. Los libros dan mucho juego, ya se sabe..., es primavera, y la sangre hierve.

Su diversidad de matices es permeable a las vibraciones de la luz que lo van reanimando. Cada año el 23 de abril es más mayor pero yo lo veo más joven. Dice García Montero que sólo se ama aquello que envejece. Tal vez por eso, ahora, que ya no soy un niño y vivo en Madrid, volver a Sant Jordi es volver al colegio. Y gracias a él, por un día, sigo estudiando. -

Use Lahoz (Barcelona, 1976) ha publicado recientemente la novela Los Baldrich (Alfaguara, 2009. 392 páginas. 19,50 euros) y es autor también del poemario Envío sin cargo (Renacimiento, 2007) y de la novela Leer del revés (El Cobre, 2005).

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