Columna

Superposición de mayorías

Hace unos veinte años, uno de los columnistas de The Washington Post, que continúa siéndolo todavía hoy, E.J. Dione Jr., publicó un ensayo que tuvo gran éxito con el sugestivo título Why Americans hate Politics?, en el que, al abordar la polémica sobre la interrupción del embarazo, decía que era un asunto en el que se producía la superposición de dos mayorías que se contraponen. Y que de esa circunstancia derivaba la dificultad de darle una respuesta que pacificara el tema y que fuera aceptada de manera estable.

Cuando se le pregunta a los ciudadanos si consideran que la i...

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Hace unos veinte años, uno de los columnistas de The Washington Post, que continúa siéndolo todavía hoy, E.J. Dione Jr., publicó un ensayo que tuvo gran éxito con el sugestivo título Why Americans hate Politics?, en el que, al abordar la polémica sobre la interrupción del embarazo, decía que era un asunto en el que se producía la superposición de dos mayorías que se contraponen. Y que de esa circunstancia derivaba la dificultad de darle una respuesta que pacificara el tema y que fuera aceptada de manera estable.

Cuando se le pregunta a los ciudadanos si consideran que la interrupción del embarazo se toma demasiado a la ligera en muchos casos y que se practican más abortos de los que sería razonable que se practicaran, una mayoría muy considerable de ciudadanos tiende a dar una respuesta afirmativa. Pero cuando se les pregunta si el Estado debe intervenir de alguna manera en la decisión sobre la interrupción del embarazo o si, por el contrario, la decisión debe poder ser tomada por la mujer embarazada, sin que de tal decisión se derive responsabilidad penal alguna, una mayoría de ciudadanos de la misma magnitud se pronuncia en contra de la intervención del Estado y por la libertad de decisión de la mujer.

Dicho de otra manera. Aproximadamente el 70 % de los ciudadanos, venía a decir el columnista norteamericano, están al mismo tiempo en contra del aborto y a favor de la interrupción voluntaria del embarazo. El mismo porcentaje de la población es portador de dos respuestas antitéticas sobre el mismo asunto. De ahí la manera contradictoria de expresarse sobre el tema y la dificultad de dejarlo zanjado de una vez por todas.

Tengo la convicción de que esto ocurre en todas partes y no solamente en los Estados Unidos de América. Puede que haya personas que estén a favor del aborto, aunque no conozco a ninguna. De la misma manera tampoco conozco a nadie que considere que debe ser internada en un centro penitenciario una mujer que interrumpa el embarazo, aunque puede que haya alguien que considere que deba serlo. El propio portavoz de la conferencia episcopal, al ser interrogado esta pasada semana en la Cadena SER, no se atrevió a pronunciarse por la exigencia de responsabilidad penal para la mujer que interrumpiera el embarazo.

Justamente por esta superposición de mayorías contrapuestas, es por lo que la interrupción del embarazo debería abordarse desde la perspectiva del reconocimiento de la libertad de la mujer y del diseño de políticas públicas que facilitara que su decisión fuera favorable a la continuidad y no a la interrupción del embarazo. No es la legislación penal el instrumento adecuado para responder al problema de la interrupción del embarazo, sino una política de protección social, que permitiera a la mujer tomar su decisión en las mejores condiciones posibles.

Afortunadamente, en el continente europeo se ha ido alcanzando un consenso en torno al tema, consenso al que de facto se había venido incorporando España desde mediados de los ochenta y al que pretende incorporarse ahora de iure, mediante la reforma del Código Penal para que la mujer pueda tomar libremente la decisión de interrumpir el embarazo dentro de las primeras catorce semanas.

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Parece más que razonable que así sea. No se pretende hacer nada anómalo, sino simplemente equipararnos con los demás países con los que nos estamos intentando constituir políticamente después de un largo proceso de integración económica. No se entiende muy bien por qué lo que las distintas Iglesias aceptan, aunque no compartan, en prácticamente todos los países europeos, se convierta en casus belli en España. ¿O sí?

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