Columna

Cándidas hieles

Me resisto a creer que nuestros políticos sean tan candorosos como lo dan a entender las entrevistas que recoge María Antonia Iglesias en su libro Memoria de Euskadi. Reconozco no haber leído el libro y ciño mi opinión a los extractos que de él ha publicado la prensa estos días. Es posible que esos extractos no le hagan justicia al libro, pero constituyen material suficiente para valorar algunas actitudes de nuestros políticos que resultan cuando menos sorprendentes.

Partamos, por ejemplo, de las declaraciones de Iñigo Urkullu. Todos sabíamos que las cosas iban tensas en su parti...

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Me resisto a creer que nuestros políticos sean tan candorosos como lo dan a entender las entrevistas que recoge María Antonia Iglesias en su libro Memoria de Euskadi. Reconozco no haber leído el libro y ciño mi opinión a los extractos que de él ha publicado la prensa estos días. Es posible que esos extractos no le hagan justicia al libro, pero constituyen material suficiente para valorar algunas actitudes de nuestros políticos que resultan cuando menos sorprendentes.

Partamos, por ejemplo, de las declaraciones de Iñigo Urkullu. Todos sabíamos que las cosas iban tensas en su partido y que su relación con Ibarretxe no estaba exenta de contrariedades. Sabíamos también que, tras la retirada de Josu Jon Imaz, dirigía sus esfuerzos como presidente del EBB a calmar esas tensiones o a lidiarlas, en su también claro empeño en reencauzar la orientación del partido, sin que se hicieran notar demasiado ante la opinión pública. Y, vaya por donde, le ponen delante una grabadora para una entrevista que evidentemente iba a ser publicada y desahoga sus congojas como ante un psicoanalista, dejando en evidencia todo aquello que se había propuesto como tarea apaciguar u ocultar.

Se abracen lo que se abracen, hoy sabemos que entre Urkullu e Ibarretxe las cosas funcionan peor de lo que ya sabíamos. ¿No les parece que esas declaraciones, lejos de ser una ingenuidad, serían ideales como declaraciones post-mortem? Quiero decir de post-mortem política del oponente, con la que parecen contar. Tal vez su inconveniente resida en que se hayan publicado antes de tiempo y en que, según lo que ocurra en marzo, el sentido de la necrológica no quede tan claro.

Post-mortem vienen a ser también los juicios de Leopoldo Barreda sobre María San Gil. Digo juicios, porque hubo otros testigos de las palabras de San Gil que han desmentido lo declarado por Barreda. Lo cierto es que cuesta creer esa escena de la locura que nos ha relatado el parlamentario popular, y me inclino por ver en ella una traducción de lo que ocurrió realmente. Esto es, Barreda no escuchó esas palabras de boca de San Gil, pero las consideró del todo verosímiles, ya que reflejaban a la perfección la opinión que él tiene de la ex líder del Partido Popular vasco.

Un caso que nos habla, además de la locuacidad post-mortem, anticipatoria o no, a la que se entregan nuestros políticos, de la propensión a la sobreactuación gagá, egocéntrica, que los ha atacado, al menos a algunos. Olvidados de sus tareas de gestionar un país, y de gestionar sus partidos, se lanzan al monólogo macbethiano, tan cargado de las hieles de un poder indeciso. Vean, si no, a Xabier Arzalluz hablando del lehendakari Ardanza o a Joseba Egibar hablando de la "triple A" de su partido -Atutxa, Azkuna, Anasagasti-. Todo un espectáculo que sólo habla de crisis.

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