Crítica:

Crucifixión cultural

Hace unos días, el suplemento Babelia de este periódico publicaba un artículo de Luisgé Martín cuyo título parecía una provocación en un mundo dominado por la corrección política y cultural: "¿Leer sirve para algo bueno?". Ardua cuestión sobre la que también reflexiona el veterano cineasta italiano Ermanno Olmi en su última película, Cien clavos, interesante aunque algo plúmbea fábula antisistema, iniciada con una frase del filósofo Raymond Klibansky que también ejerce de seña de identidad: "... Pero los libros, aunque necesarios, no hablan solos".

Estrenada en unas fechas...

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Hace unos días, el suplemento Babelia de este periódico publicaba un artículo de Luisgé Martín cuyo título parecía una provocación en un mundo dominado por la corrección política y cultural: "¿Leer sirve para algo bueno?". Ardua cuestión sobre la que también reflexiona el veterano cineasta italiano Ermanno Olmi en su última película, Cien clavos, interesante aunque algo plúmbea fábula antisistema, iniciada con una frase del filósofo Raymond Klibansky que también ejerce de seña de identidad: "... Pero los libros, aunque necesarios, no hablan solos".

Estrenada en unas fechas en las que los libros vuelven a estar (lamentablemente) de moda gracias a Sarah Palin, la aspirante republicana a la vicepresidencia de Estados Unidos que, en una variante paleta del Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, pretendió retirar determinados libros de la biblioteca de su pueblo, la película de Olmi está dominada por una imagen tan agresiva en lo ético como bella en lo artístico: 100 incunables del medioevo, abiertos en canal en la sala de una biblioteca y empalados por Cien clavos de reminiscencias cristianas. "La masacre de los inocentes", la califican unos. "Hay más verdad en una caricia que en todas estas páginas", responde el criminal.

CIEN CLAVOS

Dirección: Ermanno Olmi.

Intérpretes: Raz Degan, Luna Bendandi, Amina Syed, Andrea Lanfredi.

Género: drama. Italia, 2007.

Duración: 92 minutos.

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A través de lo que parece la moderna parábola de un desencantado de la vida contemporánea, el director de El árbol de los zuecos huye del cristianismo más teórico para aplicarse a su esencia más física, la práctica del amor, aportando tanta capacidad para la metáfora ("sí, yo soy", dice el maestro ante sus discípulos en el momento de su detención junto a los olivos) como para la blasfemia ("es Dios el gran aniquilador del mundo; no ha salvado ni a su hijo en la cruz"). Sin embargo, al contrario de lo que parece estar defendiendo respecto de la ética del comportamiento, su película se antoja más sugestiva en la teoría que en la práctica, por culpa de un desarrollo en exceso moroso, algo ingenuo y sin la fuerza visual y dramática de su imagen-eje.

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