Tribuna:Laboratorio de ideas

El Cáucaso como encrucijada

Muchas veces me he preguntado por qué un espacio tan reducido como lo que convencionalmente llamamos Tierra Santa (Israel y Palestina, y su entorno, apenas unos pocos miles de kilómetros cuadrados) ha generado y genera tanta tensión internacional y condiciona de forma determinante las políticas de las grandes potencias. Es verdad que hablamos de un territorio ínfimo, pero cuna y residencia del origen de las grandes religiones monoteístas que han marcado y marcan buena parte de nuestra civilización.

Y es verdad, a su vez, que ello comporta, muchas veces, que no consideremos -desde Occide...

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Muchas veces me he preguntado por qué un espacio tan reducido como lo que convencionalmente llamamos Tierra Santa (Israel y Palestina, y su entorno, apenas unos pocos miles de kilómetros cuadrados) ha generado y genera tanta tensión internacional y condiciona de forma determinante las políticas de las grandes potencias. Es verdad que hablamos de un territorio ínfimo, pero cuna y residencia del origen de las grandes religiones monoteístas que han marcado y marcan buena parte de nuestra civilización.

Y es verdad, a su vez, que ello comporta, muchas veces, que no consideremos -desde Occidente- suficientemente otras tradiciones religiosas no menos importantes como el hinduismo o el budismo en todas sus múltiples interpretaciones.

Bastantes errores se han cometido por meter el 'dedo en el ojo' a una Rusia humillada y acomplejada

Pero es evidente que hablamos de algo muy importante, en lo simbólico, para que todos aceptemos que lo que pasa en Israel o en Palestina y, en general, en Oriente Próximo nos concierne especialmente.

Pero es cierto también que hay otras áreas en el mundo que, por sus características geográficas o históricas, cobran también especial relevancia, más allá de su peso económico o político en cada momento.

Un ejemplo evidente, desde una visión eurocéntrica, son los Balcanes. Espacio de confrontación perenne entre Occidente y Oriente y expresión de la vocación europea del Imperio Otomano que, en su expansión, llegó a las puertas de Viena y que permaneció, dejando huellas indelebles en Bosnia-Herzegovina, por poner un ejemplo paradigmático. Y los conflictos de poder en los Balcanes explican nada menos que el estallido de la Primera Guerra Mundial o, de forma mucho más cercana, después de la descomposición de la antigua Yugoslavia, la reorientación de la OTAN o la reconsideración de la política exterior rusa, sobre todo ante errores clamorosos como el reconocimiento de la independencia de algo tan inviable, sin la asistencia internacional, como Kosovo.

Es verdad que, si abandonamos la visión eurocéntrica, hay otras áreas especialmente vitales: por ejemplo, el estrecho de Malaca, entre la actual Indonesia, Singapur y Malaisia, pero históricamente pieza disputada entre el Reino Unido, Holanda y Portugal, primero, y por Estados Unidos y Japón, después, y hoy gran desafío estratégico por el que pasan las relaciones entre el Índico y el Pacífico. Nada menos, porque estamos hablando del centro de gravedad, cada vez más evidente, de nuestro planeta.

Pero no voy a insistir en más ejemplos porque quiero centrar la atención en otra ínfima parte del territorio mundial pero que se ha convertido, de nuevo, en una zona extraordinariamente estratégica: el Cáucaso.

Siempre lo fue. El Cáucaso es enlace natural entre el mar Negro y el mar Caspio, frontera permanente y controvertida entre el expansionismo ruso y el expansionismo otomano, entre el cristianismo ortodoxo y el islam. Con enormes e insolubles problemas territoriales, étnicos, culturales y religiosos. Un auténtico puzle.

Y esa realidad quedó artificialmente ocultada durante el largo periodo de dominación soviética de la zona. Por cierto, clara expresión de la voluntad imperial rusa de la Unión Soviética. Pero después de la descomposición del mundo comunista a partir de la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989 o, si se quiere, después de la desaparición de la URSS en agosto de 1991, la complejidad caucásica emerge de nuevo con toda su intensidad.

Y vamos a lo que está sucediendo.

Primer recordatorio: el Caspio es, después del golfo Pérsico/Arábico, y con la incógnita del Océano Artico, la segunda reserva mundial de hidrocarburos (gas y petróleo).

Segundo recordatorio: los países ribereños del Caspio comparten un interés. Es decir, sacar el máximo provecho de tal situación. Irán, Kazajistán, Turkmenistán y, por supuesto, Rusia. Y, ojo al dato, Azerbaiyán.

Tercer recordatorio: la geografía. Si se pretende transportar, a través de oleoductos o gasoductos, la riqueza caspiana hacia Oriente u Occidente, la importancia estratégica de las antiguas repúblicas soviéticas del Asia central es indiscutible. Dejo hoy aparte la recuperación de la antigua ruta de la seda y me concentro en cómo se llega a Occidente: y hay dos vías. Una a través de Rusia y que acrecienta el dominio ruso sobre el abastecimiento energético de Europa central (no sobre la Europa del Sur, dependiente de Argelia, Nigeria y Libia, pero éste es tema de otro día) y otra a través de Azerbaiyán, y luego, vía Georgia, llegar al mar Negro, a Turquía y, por ende, al Mediterráneo. Es decir, a Occidente.

Es por ello que la Unión Europea ha apostado por el proyecto Nabucco, es decir, un gran pipeline que, desde el Caspio, transporte hidrocarburos a través de Azerbaiyán y Georgia hasta los límites del Occidente europeo. Sin pasar por Rusia.

Hasta aquí una descripción de realidades. El corolario interpretativo es evidente.

Lo que se juega hoy en Georgia trasciende sus límites geográficos para expresar un gran desafío estratégico.

Rusia busca recuperar áreas de influencia, con una clara voluntad neoimperial.

Y ello es especialmente relevante después de perder, ante Ucrania, a partir de 2017, Sebastopol, y, por lo tanto, el dominio del mar Negro. Recuperar el Cáucaso es, pues, vital para Rusia.

Y para Occidente, y para Europa, es vital que eso no suceda.

No se trata de cerrarle a Rusia sus salidas naturales al mar Negro y al Mediterráneo a través del Bósforo. Bastantes errores se han cometido en los últimos años poniendo el dedo en el ojo a una Rusia humillada y acomplejada. Esto se ha terminado ya.

Pero sí que debemos decirle, desde Europa, a Rusia que la independencia y la integridad territorial de Georgia es muy importante. Comprendamos a Rusia. Pero no olvidemos nuestros intereses vitales.

Y una última reflexión: Georgia, sí. Pero Armenia y Azerbaiyán, con el conflicto de Nagorno-Karabaj de por medio, también. Incluso más. La geografía manda. Por ello, una recomendación: seguir atentamente las reacciones de los gobiernos de Eriván y de Bakú ante el nuevo statu quo en Georgia y la aceptación rusa de la independencia de Osetia del Sur y de Ajbasia. De nuevo, el Cáucaso es una enorme y compleja encrucijada. Entre Oriente y Occidente. Como siempre lo fue. La historia y la geografía siempre regresan.

Josep Piqué es economista y ex ministro.

EDUARDO ESTRADA

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