Columna

Chinos y prochinos

A finales de los años sesenta del atribulado siglo XX, había en Madrid más prochinos que chinos de verdad. Mao Tse Tung aún no se llamaba Mao Ze Dong y las rotundas consonantes de su apellido resonaban como un gong en los oídos ensordecidos de los espurios herederos de un mayo francés cuyo legado habíamos recibido por correspondencia. El maoísmo libertario era un imposible patentado en Nanterre, una contradicción de términos que los estudiantes rebeldes de la Universidad de Madrid ponían en marcha a diario, maoístas a la francesa y marcusianos de salón, como los definía Luis Eduardo Aute en un...

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A finales de los años sesenta del atribulado siglo XX, había en Madrid más prochinos que chinos de verdad. Mao Tse Tung aún no se llamaba Mao Ze Dong y las rotundas consonantes de su apellido resonaban como un gong en los oídos ensordecidos de los espurios herederos de un mayo francés cuyo legado habíamos recibido por correspondencia. El maoísmo libertario era un imposible patentado en Nanterre, una contradicción de términos que los estudiantes rebeldes de la Universidad de Madrid ponían en marcha a diario, maoístas a la francesa y marcusianos de salón, como los definía Luis Eduardo Aute en una canción titulada Los fantasmas. Conciliar la austeridad castrense y la disciplina estricta del marxismo-estalinismo-leninismo del que "gozaban" nuestros países hermanos, China y Albania, con la vida desordenada, del sexo, las drogas y el rock and roll era una fantasía alucinatoria, una fantasmada propia de la edad y de los tiempos.

El más famoso y genuino de estos teatrillos ambulantes fue el de Manolita Chen

Creo que fue por aquellos años cuando se instaló en Madrid y en el barrio de Chamberí la primera Embajada de la China Roja, así la llamaban en los diarios y en los telediarios, y los prochinos madrileños empezaron a merodear con aire conspirativo por sus alrededores, conformándose casi siempre con admirar la carrocería del proletario autobús en el que, según los enterados de turno, se trasladaban los funcionarios de la Embajada, prescindiendo de los haigas y las limusinas de los diplomáticos capitalistas y corruptos dando una lección sencilla y cotidiana de austeridad y rigor frente al despilfarro de la perversa sociedad de consumo. Los más osados intentaron, más de una vez, traspasar los severos umbrales de aquella Embajada que parecía un edificio de oficinas, para solidarizarse con sus camaradas chinos y pedirles folletos y opúsculos para su catequesis, pero sus peticiones nunca fueron ni atendidas ni escuchadas, una gran muralla de disciplinado silencio se alzaba ante ellos.

En Madrid los únicos referentes chinos eran los farolillos de las verbenas y los restaurantes, aún exóticos, que empezaban su carrera hacia la masificación. En Madrid ni siquiera había un barrio chino como en otras ciudades españolas. Una denominación, esta de barrio chino, que me llenaba de perplejidad, pues jamás había visto en uno de esos malfamados barrios a ningún ciudadano de esa nacionalidad, y por entonces las prostitutas, patéticas y peripatéticas que hacían la calle o se guarecían en oscuros tugurios no tenían nada de exótico ni oriental. En Madrid, eso sí, se jugaba mucho a los chinos, pero sólo el desconocimiento de las costumbres y tradiciones de los hijos del Celeste Imperio justificaba el uso de expresiones como: "Le engañaron como a un chino". Los chinos eran, antes de que Mao emprendiera su "limpieza ética", grandes maestros del engaño, ludópatas y tahúres, y también grandes magos, ilusionistas y prestidigitadores que triunfaban en los principales escenarios de Europa y América. En Madrid y en el resto de España proliferaron durante un tiempo magos chinos de pacotilla, con coleta y bigotes postizos y caídos a lo Fumanchú, malo de película que precedió a Mao Tse Tung en el puesto de "Peligro Amarillo" asustador de blancos y occidentales.

En los años cincuenta del atribulado siglo XX funcionaban en España varios teatros chinos itinerantes, dedicados al género de las variedades, magia, circo y supervedettes, vedettes y coristas que con arriesgado desparpajo caminaban por la cuerda floja de la censura nacional católica. El más famoso y genuino de estos teatrillos ambulantes, y probablemente el último en desaparecer, fue el de Manolita Chen, madrileña de nacimiento y china consorte por su matrimonio con el señor Chen, dueño del tinglado en el que ella figuró como cabeza de cartel hasta una edad muy avanzada.

Más tarde, en los albores del atribulado siglo XXI, los chinos de verdad desembarcaron en Madrid como inmigrantes y demostraron sus habilidades tradicionales para el comercio y la restauración, habilidades "capitalistas" que el Gran Timonel no consiguió extirpar de la memoria histórica y genética de su gran pueblo. Almacenes, bazares y restaurantes, tiendas de moda y complementos, gabinetes de acupuntura y digitopuntura, y sobre todo pequeños comercios de alimentación se abrieron en Madrid bajo los auspicios de estos hijos del cielo, sin estridencias pero con perseverancia. La pega más común que los madrileños ponen a sus nuevos vecinos orientales es la de su aislamiento y su endogamia, una pega que se va disolviendo lentamente con las nuevas generaciones de chinos madrileños, nacidos y escolarizados en Madrid que ahora sirven de eslabón comunicativo entre sus padres y sus convecinos y clientes tras haber superado los escollos de su enrevesada lengua.

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