Reportaje:A TRAVÉS DEL PAISAJE

Valle de los cerezos

Partiendo de la industriosa ciudad de Pego y con la vista fijada en el pueblo de L'Atzúvia, nos adentraremos hacia La Vall de la Gallinera, que se nos presenta, tras una primera curva, como un amplio espacio que se dirige hacia el mar y en el que se aprecian -a lo lejos- los miles de naranjos a que nos tiene acostumbrada la llanura valenciana.

Naranjos y monte bajo asimismo nos flanquean, y al frente, un gran corte deja al descubierto el espíritu de una montaña que, al no ser mágica ni misteriosa, está hecha de tierra y piedras, componiendo el conjunto una cantera de extracción de árido...

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Partiendo de la industriosa ciudad de Pego y con la vista fijada en el pueblo de L'Atzúvia, nos adentraremos hacia La Vall de la Gallinera, que se nos presenta, tras una primera curva, como un amplio espacio que se dirige hacia el mar y en el que se aprecian -a lo lejos- los miles de naranjos a que nos tiene acostumbrada la llanura valenciana.

Naranjos y monte bajo asimismo nos flanquean, y al frente, un gran corte deja al descubierto el espíritu de una montaña que, al no ser mágica ni misteriosa, está hecha de tierra y piedras, componiendo el conjunto una cantera de extracción de áridos, que nunca estuvo mejor empleado un nombre.

Naranjos y naranjos, y a lo lejos, un pinar, y en el cauce de lo que fuese el río Gallinera, multitud de cantos rodados y grandes macizos de adelfas que colorean el camino.

Transitamos siempre contiguos al serpenteante río seco, teniendo a la vista los montes y su vegetación, limpios, sin construcciones que afeen el paisaje; ahora observamos algarrobos y olivos, más de lo mismo en sucesión.

De repente se amplía el valle, aunque las montañas que nos rodean permanecen impasibles albergándonos; grandes pinos, algunos cortados y caídos sobre las faldas de la montaña, en espera de alguien que los recoja. A nuestra derecha, el cauce seco, con pequeñas planas de terreno en las que crece el acebuche; y más lejano, frondoso monte bajo. De repente, tras otra curva, se nos aparece una explosión de grandes piedras, que inundan lo que fue río. A su lado un exótico y gigantesco espárrago espigado nos anuncia, como una señal inescrutable, que próximos están los cerezos que han hecho al valle famoso en lo gastronómico.

Encontramos a Benirrama a nuestra izquierda, a un kilómetro de la carretera principal, pero abandonamos la tentación y seguimos con los pinos. Aprecia ya nuestra vista cumbres recortadas; ¿Será la Sierra Foradada, aquella que inspiró a genios como el botánico Cavanilles; aquella que tiene entre sus cumbres la piedra agujereada que ha dado lugar a ritos, mitos y sortilegios?

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Ella es, la divisamos también desde Benialí, con su torre de campanas, que anuncian alguna nueva. Inmediatamente, a los dos pasos, otra torre, ésta cubierta por teja de la que llaman moruna. Es la de Benisivà, lugar donde despliegan sus poderes hasta el final del valle los árboles frutales.

Y así todo el recorrido, Benitayá, La Carroja, Alpatrol, siempre rodeados de cerezos, y de pinos y olivos, y algún almendro, en las terrazas que se reparten por las laderas, a lo alto y largo de los montes y las colinas.

Allí donde viven la liebre y el jabalí, que se ha convertido en símbolo de una parte de su gastronomía. Junto con las cerezas y los embutidos, ya que no debemos olvidar que los pueblos de este valle fueron repoblados por el Duque de Gandia, después de la expulsión de los moriscos, con ciento cincuenta familias mallorquinas, que trajeron al lugar sus costumbres, entre las que se contaba en grado superlativo la de embutir, en la tripa de los cerdos, lo mejor y más sabroso de sus carnes.

Una vista de La Vall de la Gallinera.NATXO FRANCÉS

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