Editorial:

Lesa humanidad

La querella contra las autoridades chinas es inoportuna, pero no puede ignorarse

El juez de la Audiencia Nacional Santiago Pedraz ha admitido a trámite la querella presentada por varias organizaciones tibetanas contra dos ministros, tres líderes políticos y dos generales de la República Popular China por supuestos delitos de lesa humanidad, en relación con la represión de las movilizaciones encabezadas por los monjes budistas en marzo pasado. Es lógico que la noticia provoque incredulidad: ¿la justicia española va a tomar declaración a los gerifaltes chinos, les va a juzgar y eventualmente condenar? Seguramente, no; pero no menos increíble era pensar que el ex dictador Pin...

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El juez de la Audiencia Nacional Santiago Pedraz ha admitido a trámite la querella presentada por varias organizaciones tibetanas contra dos ministros, tres líderes políticos y dos generales de la República Popular China por supuestos delitos de lesa humanidad, en relación con la represión de las movilizaciones encabezadas por los monjes budistas en marzo pasado. Es lógico que la noticia provoque incredulidad: ¿la justicia española va a tomar declaración a los gerifaltes chinos, les va a juzgar y eventualmente condenar? Seguramente, no; pero no menos increíble era pensar que el ex dictador Pinochet fuera a ser detenido en Londres en respuesta a una demanda de extradición presentada por el juez Garzón. Y ocurrió: el 16 de octubre de 1998.

La causa de la justicia universal avanza lentamente y con contradicciones, pero avanza. El Tribunal de Núremberg que juzgó los crímenes nazis tras la II Guerra Mundial fue el antecedente remoto de la Corte Penal Internacional (CPI), uno de cuyos tribunales especiales, el de la antigua Yugoslavia, juzgará a Radovan Karadzic, recientemente entregado por las autoridades serbias. La creación de esa Corte es un paso importantísimo para que crímenes de genocidio y lesa humanidad no queden impunes.

Por supuesto, lo deseable sería que esos crímenes fueran juzgados por los tribunales del país en que se cometieron, pero ello es con frecuencia imposible, especialmente si no ha habido un cambio de régimen respecto al vigente cuando ocurrieron. La CPI sería el marco jurisdiccional adecuado para actuar en esos casos. Pero ocurre que hay países que no aceptan esa jurisdicción, y es entonces cuando tiene lógica la intervención de los sistemas judiciales de los Estados que hayan incorporado la jurisdicción universal para ese tipo de delitos a su legislación interna. Es el caso de España y de unos cuantos países más.

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Una contradicción obvia es que, siendo pocos los Estados que cumplen esa condición, se concentran en ellos las causas más diversas, como pasa en España, lo que plantea problemas funcionales (en una justicia desbordada) y conflictos diplomáticos. China no reconoce, por una parte, la CPI, y, por otra, sigue siendo, pese a las transformaciones sociales, un régimen autoritario. Fue eso lo que determinó ya en 2006 la admisión por la Audiencia de otras dos querellas: por la represión de los nacionalistas tibetanos en 1959, de un lado, y de la secta espiritual Falun Gong, de otro. Ello provocó una queja diplomática de Pekín.

Ante esta nueva querella, en vísperas de la apertura de los Juegos, es de suponer que Pekín dude entre redoblar la protesta o ignorar olímpicamente la iniciativa. Ciertamente, el momento no podía ser más inoportuno, pero al Gobierno español no le quedaba otra que hacer lo que han hecho la vicepresidenta y el ministro Moratinos: tragar saliva, poner cara de póquer y proclamar su respeto a la independencia de los tribunales.

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